Todas las vidas de Maruja Vieira

Por Iván Beltrán Castillo

Maruja Vieira es, junto a Dora Castellanos, Meira del mar y Matilde Espinosa, una de las voces femeninas imprescindibles de la moderna poesía colombiana y no hay que forzar el idioma para ponerle el rótulo de clásico. Nacida en Manizales en 1922, docente, periodista viajera, autora de copiosos prólogos y gestora cultural, ha permanecido fiel a su labor creadora, atestiguada por títulos como Campanario de lluvia, Los poemas de enero, Los nombres de la ausencia, Tiempo de vivir, Mis propias palabras o Sombra del amor, conjunto que le ha valido importantes premios y reconocimientos, el más notable de todos su ingreso a la Academia Colombiana de la lengua.

En el siguiente reportaje, el entrevistador y su personaje buscan ir más allá de la reseña literaria, en ocasiones tan fosilizada, hacen un pacto, establecen un vínculo, y rastrean parcialmente el paso por el mundo de esta mujer singular. Homenaje.

Todavía sueñas con la jacobina bogotana. Parece extraño, pero aquella criatura, del barrio Los Laches o San Victorino, tenía las facciones y la estampa, el aciago resplandor de la turba de franceses que buscando la libertad inventó la guillotina, los frenéticos acólitos de Robespierre y Marat. Estaba parada frente al almacén de Jack Glottman en el mismísimo centro de la ciudad, el rostro demacrado de quién atraviesa una frontera o se ha sometido a incontables vigilias, una mano crispada y la otra empuñando un fiero garrote, profiriendo frases incendiarias, tal vez ebria o sencillamente habitada por el fulgor gaitanista. Era el tristemente mítico 9 de abril de 1948, y una multitud que parecía la síntesis de la desesperación humana, se entregaba a una suerte de carnaval fúnebre tal vez buscando, cándida y brutal, que los ojos del caudillo perdido volvieran a abrirse. Tú eras muy joven y atestiguabas la primera metamorfosis lancinante de una ciudad destinada tanto al invierno perpetuo como a la sequía eternal, tanto a la paz boba como a la guerra infinita, y en la que todos terminamos por sentirnos huérfanos. Trabajabas con Glottman y aunque nunca te confortaron los métodos y el estilo que practican casi todos los patrones, tenías un gran aprecio por aquel negociante. Por eso, una vez prendida la asonada posterior al asesinato de Gaitán, hiciste que se pusiera la bandera colombiana en la vitrina ostentosa. Entonces, cuando la multitud arribó, sedienta de abrasivas llamaradas, al observar el gesto de fraternidad, se detuvo como leyendo un mensaje que la confundía, guardó silencio por unos instantes y se retiró sin accionar su cólera. Tú observaste todo aquello con el corazón en vilo, pero aunque hasta la más imperceptible de las imágenes perturbó los sentidos, la que se quedó en ti para siempre fue la jacobina bogotana, allí instalada frente al almacén de Glottman como si se encontrara frente a La Bastilla.

Desde entonces sueñas con ella. Es una más de la espléndida caterva que habita tus noches, pasea por los escenarios de tus fugas nocturnas, camina por las ciudades que erige tu deseo e infesta gloriosamente las visiones oníricas. Pero son muchos los que regresan o sencillamente nacen con la noche y sus montajes; amores, parientes, cómplices, los héroes impertérritos de las ciudades en donde pernoctaste, transeúntes vistos unas pocas veces, tu madre al final de una escalera, anodinos seres con los que apenas comerciaste una o dos frases, enigmáticos desconocidos a los que sientes entrañables, un antepasado de apellido White que navegó en el alto Cauca, algún perrito amado cuyo final no fue menos patético que el final de los hombres, poetas y pintores, “marineros errantes que perdieron el mar”, rebeldes, aventureros, gitanos y flamencos vistos en Europa, recolectores de café, utopistas, académicos, anarquistas y beatos, conservadores e iconoclastas, algunos tempranamente truncados y otros que aún no adquieren el prestigio y la rutilancia de la muerte.

—Soñar no es muy distinto de escribir poemas —me dices—, se trata de dos oficios que se necesitan mutuamente, que se nutren uno del otro y que son, para el desconcierto de los muy reales, ejercicios de finura desinteresada, cúspides de la contemplación, vigorosas redefiniciones del encuentro—. Por eso, Cuando practicas alguna de estas dos deliciosas disciplinas, crees que te aproximas peligrosamente a la verdad evasiva, que te haces más humana, y también más misteriosamente mujer. Te deleitas y gozas merced a estas venturas, de no ser otra cosa que, para decirlo con el formidable ciego, un dilatado sueño dirigido.

Cuando te pregunto cómo empezaste a enamorarte de la escritura, como te adentrarse en el gran rito del poema, en qué momento tomaste la decisión de agarrar un lápiz y apuntar las primeras frases, para fijar recuerdos y encapsular ilusiones, dices que no lo sabes con exactitud, y que tal vez la mayor complicidad haya venido de la casa original, de la estepa de la profunda infancia, transcurrida en la ciudad de Manizales. En aquella familia, me cuentas, la poesía ocupaba su propia silla, era una entidad tangible, y todos la visitaban como a una pariente redentora. Las lecturas de grandes autores, las noches de tertulia y confrontación de sensibilidades, la manera de mirar con pupila alerta la prolijidad de la naturaleza, y el hecho de poseer una buena biblioteca donde extraviarse y extasiarse, fundaron tu identidad, hicieron nacer “la voz”.

No te sientes cohibida al decirme que la poesía está más cerca de la religión que de cualquier otra instancia, que su luz inviolable traspasa y modela la consciencia a la manera de los dioses omnímodos, benévolos o terribles. Solamente entendida de esta manera, me aseguras, puede explicarse por qué motivo cuando padeces su invasión ya no existe camino de regreso, y tienes que perdurar en la manutención de su sustancia inaprehensible.

LAS PALABRAS Y EL TIEMPO

—Mi vida ha sido un largo viaje –afirmas con gesto peripatético— una navegación que hasta este instante, cumplidos los 87, parece detenerse un poco. Cuando tenía apenas diez años, mi padre, Joaquín Vieira, uno de los hombres que moldearon la efigie de Manizales y el departamento de Caldas, y quién nunca dejó de trabajar con una casi preocupante disciplina, se trasladó a Bogotá. Fue el encuentro con la que nos pareciera entonces una ciudad formidable llena de novedades y donde la vida no estaba todavía manchada con el mohín atroz de la modernidad salvaje. Apenas comenzaba a rodar la década del treinta. Fue aquí donde encontramos nuestro estilo, quiero decir nuestra búsqueda, la respuesta a nuestra sed. En esta urbe yo me convertí en poeta, escritora, trabajadora, funcionaria, y Gilberto, mi hermano, mi inolvidable cómplice y con quién sostuve las más arduas y cálidas conversaciones, se hizo a la fe marxista y bolchevique, creencia a la que le sería fiel hasta el último de sus días.

Recuerdas las épocas duras que alguna vez visitaron tu familia, cuando la pobreza, cuyo influjo letal empezaba a crecer trágicamente en todas partes, se coló por las ventanas y las puertas de la casa transitoria, se instaló en los cuartos y salones y convirtió la alacena en un desierto. Fue una expiación que te mostró los zarpazos de tigre de la realidad, el voraz apetito de los triunfadores y los argumentos legítimos de los excluidos, y tal vez por eso, a pesar de no comulgar del todo con su dogma, comprendiste la obcecada lucha de tu hermano Gilberto a favor de los desposeídos. Sabes desde entonces que la pobreza no es un estado económico sino un estado del alma, y que semeja una talanquera destinada a no dejarnos surcar el horizonte, una incertidumbre estrechamente emparentada con la injusticia, la insularidad y la muerte. Esos días de extremadas e imborrables carencias —poco pan, pocas legumbres, vestidos modestos, tintinear escaso de monedas— te enseñaron mucho sobre la condición humana, y es por eso que los agradeces a pesar de todo. Si no hubiese sido por ellos quizá tus palabras, tus poemas, tus videncias, no estarían tocados de una tan suave y musical melancolía.

—Las mujeres de esos días —me cuentas para ilustrarme sobre tu juventud bogotana— parecían exclusivamente destinadas al papel de madres, obsecuentes esposas, disimuladas vasallas, sumisos alfiles de un mundo construido por la sensibilidad, no pocas veces procaz y grosera, de los hombres más convencionales, la mayoría distantes de encontrar su evadida sensibilidad, presos en la cárcel de una impostada dureza.

Pero tú no ibas a aceptar fácilmente tan magro, insustancial destino, de manera que desde muy temprano saliste a las calles en busca de torcer lo que parecía un oscuro decreto. Realizaste entonces toda suerte de estudios de comercio (“no eran académicos y por lo tanto eran buenos”, afirmas irónicamente) y luego, bajo la acechanza de miradas inquisitoriales, comandaste el pelotón de las primeras mujeres que entraron a laborar en las fábricas, las oficinas, el comercio. Trabajaste en distintos sitios, entre ellos en la aerolínea real holandesa —Klm—, el almacén de Glottman y en el Servicio Nacional de Aprendizaje —SENA—, donde permaneciste por espacio de diez y seis años; pero al mismo tiempo, y como la huella de una interioridad que se negaba a rendirse ante los embates de la prosa cotidiana, empezaste tu labor creadora, algo así como el recuento y la memoria de tu vida sensible, y cuyo primer fruto fue el poemario Campanario de lluvia, aparecido en 1947 bajo el sello de la editorial Iqueima, de Clemente Airó.

Desde entonces no ha pasado un solo día —aseguras— que no haya estado consagrado al fulgor de la poesía, expresado no solamente en el hecho de escribir versos sino, lo que es más importante, como una actitud y una ética, una forma de abrazar al universo, de entender en lo posible nuestras inescrutables vidas. La poesía es una especie de centinela de la condición humana, y quien la ejerce adquiere un compromiso inmediato con los otros y, lo que resulta más grave, consigo mismo.

De esa manera, tu figura —alta, imponente, arrastrando una suerte de finura críptica— se impuso en los cenáculos, los cafés, los teatros, las universidades, y en todos los lugares donde se reverenciaba a la cultura como la única forma que tienen los hombres de enfrentarse al abismo. Con Cecilia Fonseca y Emilia Pardo Umaña fuiste de las primeras mujeres que entró en la humareda espesa del Café Automático, escenario de la gran comedia intelectual de varias décadas, y allí pasaste a ser una suerte de musa, una pequeña elegida, que brindaba con café cerrero, pues aún no se habían puesto de moda las escritoras borrachas.

Gracias a eso te alzaste con una impresionante cofradía de amigos, ya absorbida casi toda por la eternidad, pero que perdura en tus recuerdos y baila en tus palabras: Jaime Ibáñez, Aurelio Arturo, Cecilia Porras, Fernando Charry Lara, Jorge Gaitán Durán, León de Greiff, Eduardo Carranza, Carlos Martín o Dora Castellanos y, sobre todo, tu gran maestro, el gigante bíblico León Felipe, de quién aprendiste que el oficio de los poetas tiene la dignidad y el decoro del de los labradores.

Ahora narras que, aunque independiente hasta el ardor, vanguardista en el más profundo de los sentidos de la desgastada palabra, errabunda y con una sensibilidad que debió ser difícil de entender para muchos hombres, tuviste tu cita puntual con el amor y saboreaste su fatalidad hermosa. Él se llamaba José María Vivas Balcázar, y era también poeta. Si la modernidad tolera la expresión podríamos decir que fue el hombre de tu vida. Todos los pasos del romance ideal estuvieron presentes en aquella relación inolvidable: la pasión excepcional que pone en entredicho la rutina, la complicidad que suaviza las agresiones del mundo, el erotismo tristemente fugaz y su remedo de absoluto, la imaginación festiva —gemela de la literatura—, la comunión de esperanzas y luego — presentación abrupta— la intervención de la golosa muerte. El anhelado compañero, con el que te casaste un día, habría de partir esculpiendo su propio mito, y dejando en ti una estela de recuerdos: derrumbamiento de la realidad que fue carbón y nutriente de tu obra.

—Me habita desde siempre la necesidad de enfrentarme al olvido —me dices ahora, y yo noto que tus palabras son vitales, que saltan como peces, que no están contaminadas por la desesperanza—. Hay en mí una legión de muertos, de ausentes a los que pretendo detener.

Recordamos, merced a tu última frase, aquella sentencia de Lawrence Durrell según la cual todos los suspiros están enterrados muy hondo, y anhelan que alguien los reintegre al mundo de los vivos y que, por lo tanto, todos los suspiros tienen un linaje de muerte.

—Mi vida ha sido un largo viaje —me volviste a repetir, como un leitmotiv—, solo que unas veces fue real y las otras imaginario. También las rutas reales ocuparon mis días. Viajé mucho pero nunca me degradé a la condición de turista. De aquellas deleitosas odiseas recuerdo especialmente la que realicé a Galicia. Fue como un deja vú, pues allí en el Camino de Santiago, tuve la certeza de que yo provenía de ese lugar. Claro que tampoco puedo olvidar el Canal de la Mancha, la entrañable ciudad de Popayán (“Allí para existir hay que ser pariente de una estatua”), La febril Santiago de Cali (“Viví en ella unos años febriles”) y la impetuosa Caracas: son distintas rutas y distintos puntos de llegada para cumplir un solo destino

LA DIVINA TRAGEDIA

—Llevo cincuenta años viendo cruzar la guerra por mi puerta —afirmaste luego ocupando el espacio del presente—; pequeñas guerras, una igual a la otra, una más absurda que la otra, y todas de una crueldad infinita; violencias de todos los colores, de todos los bandos, de todas las facciones, han desfilado para ensombrecer nuestros días. Son pocos los que aquí no tienen fechas, anécdotas que serían dignas del infierno. Todas las mañanas de estos cincuenta años, al salir de la nación del sueño, tengo la esperanza de que la tragedia, el dolor y el crimen habrán muerto al atardecer.

—Pero esperar el final de la tragedia es como aguardar la muerte de la muerte —continuaste—; puedes durar la eternidad esperando. Poco o nada sabemos, salvo que en todas partes laten los símbolos de la hecatombe.

—Se equivocan —apuntas con una convicción digna de envidia— aquellos que creen que la solución a nuestra duro presente puede encontrarse en la esfera de lo político. Aunque admiré algunos de sus hacedores, empezando por Luis Carlos Galán, creo que ella es superficial, hueca y aleatoria. Yo, al contrario de mi hermano Gilberto, he pretendido vivir alejada de su equívoca influencia. Solamente la poesía puede entregarnos algunas respuestas.

—He tenido que aproximarme a la tragedia cuando ésta atrapó a mis seres queridos, cuando violó sus jardines y echó abajo sus puertas. Para ilustrarlo me bastaría recordar el caso de mi entrañable amiga María Mercedes Carranza: muerta en defensa propia por una sobredosis de realidad.

Pero nuevamente me sonríes, ante el recuerdo de la poesía y de los poetas. Como profesora, eterna prologuista y jurado, como una figura a la que los más jóvenes buscan para “afinar el sagrado instrumento” sabes que mientras haya imaginación creadora existirá la esperanza (“ni todas las medallas y condecoraciones juntas se equiparan a la luz y la esperanza en los ojos de un joven poeta”), y para corroborarlo me hablas, con palabras exaltadas, de algunos pequeños demiurgos: Lucía Estada, Andrea Cote, Federico Díaz-Granados y por supuesto tu hija Ana Mercedes Vivas, heredera de la pasión por la palabra y quién es, ni más ni menos, que la ofrenda festiva que te donó el amor… Todos ellos trabajan, me aseguras, para llevarle la contraria al estropicio y la fatalidad.

Sí —vuelves a decirme nuevamente— mi vida ha sido un largo viaje, que hasta este instante, cumplidos los 87, parece detenerse un poco.

Sabes que te ha tocado vivir muchas vidas, que no has sido una sola mujer imperturbable, sino que has mudado de rostros como los actores del teatro japonés mudan de máscaras, y entonces me aseguras que gracias a la poesía entiendes de otra manera el tiempo, sus veleidades, sus metamorfosis, sus piruetas, y que su mediación te ha permitido sofocar las impetuosa andanada del frío.

Y yo te imagino en la alta noche de un año incierto, que se pudre en el cementerio universal de la memoria o es apenas un sueño germinal del porvenir, erguida sobre tus papeles, fijando tempestades y ocasos, amores y olvidos, abrazos y ausencias…

Tu mano derecha atravesando el papel de un lado al otro, como el fantasma que atraviesa un muro….