Escritores que no escriben


Por José Luis Díaz-Granados*
 El argentino José Bianco (1909-1986) dedicó los últimos años de su vida a cenar con Borges –su amigo durante más de 40 años– en compañía del poeta y crítico colombiano Juan Gustavo Cobo, y desde luego, a perder o a ganar el tiempo hablando de lo divino y lo humano, pero sin agregar una sola palabra escrita a su maravillosa obra literaria.
Bianco y sus amigos recordaban en esas tertulias malos versos de Darío y de Lugones, contaban anécdotas de Macedonio Fernández y se burlaban de Neruda y de Senghor, mientras saboreaban tallarines con salsa de tomate. Borges y Bianco fallecieron en 1986 ya completamente retirados del oficio de escribir.
Claro que la diferencia era monumental: Borges había dejado de dictar poemas y cuentos pocas semanas antes de su muerte, mientras que Bianco había durado veinte, treinta y hasta cuarenta años sin escribir una sola línea.
En su juventud, influido por Henry James publicó dos libros que se convirtieron en pequeñas joyas narrativas de su país: Las ratas y Sombras suele vestir; tradujo Otra vuelta de tuerca de James y enseguida vinieron cuatro décadas de silencio.  Su amigo y discípulo César Aira lo denominó "el escritor que no escribe".
"Bianco –dice Aira– quedó entre los argentinos como una especie de misterio, porque era un hombre tan inteligente, tan culto, tan ingeniosísimo conversador, pero que no escribía". Y agregaba: "Él decía que no lo había hecho porque prefirió leer, antepuso los placeres de la lectura a los placeres quizás vanidosos de la escritura. Pero bueno, dejó esos dos primeros libros que son bastante extraordinarios". Sin embargo, medio siglo después sorprendió a los argentinos con una prodigiosa novela, La pérdida del reino, en donde asimila de manera magistral la influencia de Marcel Proust.
El caso de Arthur Rimbaud es archisabido por todos: fulguró con dos libros breves y portentosos antes de cumplir los 18 años –Las iluminaciones y Una temporada en el infierno–, con los cuales cambió los cánones de la escritura, de la poesía y de la vida y no volvió a escribir una sola palabra con intención literaria. Durante dos décadas este niño luciferino vivió, consumió haschís, bebió, blasfemó, escandalizó, viajó, traficó con armas, se enfermó, agonizó y descendió a los infiernos, pero no retornó jamás a la literatura. De todas maneras, la poesía había cumplido su más hermoso y alucinante cometido.
En nuestro tiempo, el peruano Ciro Alegría (1909-1967), escribió tres novelas estelares, en donde recreó el hombre, el paisaje, las pasiones y las desventuras de su Perú natal: La serpiente de oro (1935), Los perros hambrientos (1938) y El mundo es ancho y ajeno (1941). Esta última lo consagró mundialmente, pero casi de manera simultánea el escritor silenció su quehacer narrativo.
El silencio del mexicano Juan Rulfo (1918-1986), es quizás el más llevado y traído por tratarse de uno de los novelistas fundacionales del llamado "Boom" de la narrativa latinoamericana. Sólo publicó dos libros: El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955). Este último está considerado un verdadero milagro de la literatura de todos los tiempos, debido a su estilo áspero, conciso y ferviente de poesía, dentro de un inusitado universo de luz nocturna, donde sus personajes viven al otro lado de la estrella, “atolondrados como mueren los que mueren muertos de miedo”.
Rulfo no solamente dejó de escribir, o por lo menos de publicar, sino que se enclaustró en un mutismo incomprensible hasta para sus amigos más íntimos. Cuenta Antonio Skármeta que durante un almuerzo ofrecido por Pablo Neruda en Isla Negra en 1969, Rulfo salió a la terraza como aturdido por el sol, abandonando un delicioso grupo de poetas y novelistas famosos que departían entre asados y vinos con el gran poeta chileno. Habían pasado muchas horas y el mexicano no había pronunciado palabra. Neruda apareció de pronto, colocó su mano fraternal sobre Rulfo, al tiempo que le decía: "Permíteme, Juan, que tu hombro honre mi mano" y seguidamente musitó al oído del futuro autor de El cartero: "Rulfo no dice ni pío, es más callado que una lápida. ¿Puedes tú meterle conversa para que no se aburra?".
El por qué un escritor deja de escribir es tan inexplicable como el hecho mismo en que se inicia en el oficio literario. Nadie, ni los más sesudos exégetas de la creación poética y narrativa han podido precisar por qué una persona decide en un momento dado sentarse a escribir un poema, un cuento o una greguería. Sin embargo, para el deleite estético nos da lo mismo que San Juan de la Cruz se haya entronizado como el rey de la poesía en lengua española con una obra tan breve y a la vez tan intensa, o que el genial Ramón Gómez de la Serna hubiese publicado más de 100 libros en todos los géneros, pues lo importante en literatura es gozar de manera profunda e infinita con las deslumbrantes búsquedas y los prodigiosos encuentros de tan variada joyería.
Tal vez fue García Márquez quien dijo que era posible vivir sin escribir, pero que él personalmente no podría hacerlo. Quizás el infierno exquisito de la esterilidad literaria pueda constituir en algunos autores una  tragedia de inenarrables consecuencias; sin embargo, para otros, podría resultar un pretexto para refugiarse en la lectura o en la experiencia del diario vivir, y para otros, los menos, tal vez sirva de resignada consolación para “quedarse en las islas coronado”. En fin, el por qué un escritor en un momento determinado de su vida deja de escribir, hace parte también, de manera inequívoca, del maravilloso misterio de la creación literaria.

*José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, 1946), poeta, novelista y periodista cultural. Su novela Las puertas del infierno (1985), fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Su poesía se halla reunida en un volumen titulado La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002 (2003).