Escritores, complejos y paranoias

Por José Luis Díaz-Granados
No solamente Franz Kafka se despertaba en el pellejo de Gregorio Samsa, con la sensación de haberse convertido en un gigantesco escarabajo, debido a la monumental presión de poderes omnipotentes y negativos sobre su endeble sensibilidad. Son muchos los artistas y escritores de su talento que se han sentido alguna vez o durante toda la vida aplastados por el peso de una alteración emocional, una debilidad o una incurable fobia o paranoia.
El caso de Kafka es uno de los más conocidos, pero también sobre el que más se ha especulado. En realidad, su complejo de inferioridad se originaba en el autoritarismo de un padre severo e injusto. Todo ello le creaba una incontenible búsqueda de afecto y a la vez una sensación de temor a no poder corresponder a plenitud al ser amado. A todo ello agreguémosle su complejo de sentirse judío en un ambiente de creciente antisemitismo en Europa. Y por contera una permanente incertidumbre acerca de las virtudes de su arte literario. De ahí que no pasara en la vida civil de ser un empleado oscuro y subalterno, con una sensación perpetua de que no merecía el afecto ni la compasión de sus semejantes, como quien dice, se sentía un miserable escarabajo. Por eso, al final de sus días le pidió a su amigo Max Brod que quemara la totalidad de sus manuscritos.
Si miramos unos siglos atrás, Cervantes habla de sí mismo en el prólogo de Persiles y Segismunda, con cierta nostalgia y mucha melancolía, no sólo de su barba de plata “que antaño era de oro” sino de las seis piezas dentales que escondía tras sus labios casi inexistentes, pues ya eran sólo dos líneas. No sólo se solía lamentar por la escasez de dientes, sino porque éstos no encajaban entre sí para masticar y, al igual que confesaba después James Joyce, tenía que ejecutar incontables malabares dentro de su boca para desmenuzar las bolitas de pan mojadas en el chocolate. Pero paradójicamente, el autor del Quijote enarbolaba con orgullo el muñón de su mano izquierda, por haber obtenido esa herida en la gloriosa batalla de Lepanto.
Charles Baudelaire estuvo dominado durante sus 46 años de vida por la intransigente personalidad de su madre, a veces arbitraria y siempre severa, que para colmos, luego de enviudar del anciano padre del poeta, había contraído matrimonio con Aupick, un rígido oficial del Ejército francés. Baudelaire sufrió innumerables complejos de castración (y de Edipo, desde luego) y al final sólo se sentía realizado en compañía de mujeres esperpénticas, inválidas, jorobadas o perversas. Su más grande amor, la mulata Jeanne Duval, era una actriz de ínfima categoría de los bajos fondos de París, quien no sólo le era infiel sino que lo trataba con despotismo.
Tennessee Williams, el genial dramaturgo de El zoológico de cristal, Un tranvía llamado deseo y La gata sobre el tejado caliente, confesó en sus memorias que siempre fue muy tímido, “salvo cuando había bebido”. Sintió mucho miedo cuando en La Habana lo llevaron al “Floridita” a conocer a Hemingway: “Yo esperaba encontrarme con un supermacho y malhablado, y fue todo lo contrario: me pareció un caballero y un hombre dotado de una timidez enternecedora”. También, en la capital cubana, conoció a Sartre y a Simone de Beauvoir, junto a la piscina del Hotel Nacional. Muerto de vergüenza se acercó a ellos y se presentó a la pareja. Él, amable; ella, glacial.
Williams era propenso al insomnio y a la claustrofobia; sufría ataques de pánico y tenía agudos períodos  de alcoholismo. Tomaba pastillas de seconal y fumaba varias cajetillas de cigarrillos al día. Siendo varón sufrió cáncer de mama y vivía en perpetua lucha contra la locura. Al final, autodestructivo que era, se suicidó.
Faulkner tenía una permanente expresión de melancolía. Quienes lo conocieron lo señalan como un hombre muy triste, con ojos de torturado. En la película de la entrega del Premio Nobel aparece impecable, vestido de smoking. Un instante antes de darle la mano al rey de Suecia, hace una venia de granjero tímido y se seca o se limpia la mano en el pantalón. Nadie ha podido saber si se trataba de un gesto de humildad o de ironía.
Neruda ya había ganado todos los honores y glorias de este mundo cuando declaró: “Todavía me ocurre que cuando llego a una recepción, me parece que el camarero me va a decir: haga el favor de salir. Usted no ha sido invitado”. Y García Márquez confesó en una entrevista radial hace pocos años: “Durante mucho tiempo tuve la sensación de que yo sobraba en todas partes”.
El guatemalteco Augusto Monterroso no sólo ha confesado sus miedos y paranoias en ensayos y artículos, sino en el más famoso de sus cuentos (o mejor, de sus líneas): “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. En México, cuando le presentaron al poeta surrealista peruano César Moro en la librería donde éste trabajaba, se dio cuenta que los escritores famosos le producían miedo, hasta el punto que huía de ellos en sus mismas caras. 
Por lo demás, Dostoievski le tenía horror a la oscuridad; Alfredo de Musset a que lo sepultaran vivo; Djuna Barnes, a que alguien hiciera su apología; por el contrario, le atraía aquella persona que la atacaba o injuriaba; Somerset Maugham se volvió homosexual al no encontrar una mujer que igualara en belleza y personalidad a su madre; Proust temía a la asfixia, por eso escribía sin cesar, pensando que sólo así evitaba un ataque de asma; Rulfo sufría de “miedo escénico”: le tenía terror a hablar en público; Hemingway y Henry Miller manifestaban públicamente el odio por sus madres; Amiel se decepcionaba de una mujer por sólo verla comiendo; Balzac sufría delirios de persecución y Vicente Aleixandre sufría de agorafobia, “terror a los espacios abiertos”.
Quizá el mayor de los temores de un escritor sea el temor a no poder escribir. Pero esto es otro paseo. Otro cuento.

*José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, 1946), poeta, novelista y periodista cultural. Su novela Las puertas del infierno (1985), fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Su poesía se halla reunida en un volumen titulado La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002 (2003).