Entrevista a Evelio José Rosero

“Escucho el silencio de la poesía”
Por Marcos Fabián Herrera
Su presencia, ensimismada y silenciosa, contrasta con su férrea vocación de escritor. Su talento ha creado unos seres fantasmales que gravitan entre lo absurdo y lo penoso del ser humano. Aunque no le ha sido ajeno el alud de laureles, su rebeldía creativa ha desdeñado las estridencias propias de los podios y la usura editorial. Sus libros alimentan una cofradía de lectores y se empeñan en construir un singular universo que postula a la fantasía como único bálsamo para irrigar la realidad.

¿El voyerismo emblemático de tu obra, se propone sublimar esa gozosa intrepidez que la literatura despoja de moralismo?
Yo no considero que el voyerismo sea “emblemático” de mi obra. Creo, más bien, en el caso de “Los ejércitos”, que su protagonista es un enamorado de la belleza, un testigo permanente, doloroso a veces, a veces feliz, pero sin los visos enfermizos del voyerista -tal y como se define clínicamente. Me parece, por eso, que todos los hombres son como el profesor Pasos, y todas las mujeres. Es un intercambio de miradas, de asombro por el otro; un fulgor en el transcurso del día, en la a veces tan aburrida y pesada cotidianidad. En Juliana los mira, por ejemplo, hay también esta gozosa mirada, en una niña, esta atónita mirada, de sensualidad pero también de sentimiento, ante el mundo de adultos que la rodea. Al “mirar” lo que ocurre a su alrededor, Juliana misma participa, a su manera, con la plenitud de su inocencia, de cada escena.

La inocencia en Mateo Solo y en Juliana los mira, hace de los personajes seres desprovistos de juicios y cortapisas normativas. ¿El dotarlos de éste rasgo los convierte en personas perspicaces a la hora de explorar las conductas humanas?
Les confiere ciertas prioridades. El encontrarse desprovistos de juicios, entrega a sus conclusiones cierta libertad que proviene de la inocencia; pero no hay una exploración definida de las conductas humanas, ni de parte de los personajes ni del autor; hay una vivencia sin ataduras; hay el asombro, además, ante algo como un lenguaje desconocido que apenas empezamos a balbucear; yo me propuse, y eso sí voluntariamente, ahondar en esa “primera vez” que todos los seres humanos tenemos, tarde o temprano, en la infancia y adolescencia. Me lo propuse sobre todo con esas dos novelas: no sé si lo haya logrado, pero creo que al menos lo intenté.

¿El aprendiz de mago y Señor que no conoce la luna, acuden a la fantasía como un camino para el quiebre de las lógicas y a la vez a un embellecimiento de lo absurdo y lo inexplicable?
El Aprendiz de mago tiene un subtítulo: y otros cuentos de miedo. Cuando abordé esos cuentos me propuse, simplemente, escribir sobre aquellos temas o seres que me habían provocado miedo en la infancia, pero ahora burlándome de ese miedo. Yo nací en Bogotá, pero parte de mi infancia transcurrió en Pasto. Las vacaciones las pasábamos en casas de campo en Nariño: Consacá, Ricaurte, Tumaco. De todas esas experiencias recuerdo a los campesinos que nos contaban leyendas de monstruos de la laguna, duendes y diablos, esqueletos y vampiros. Eran noches de imaginación, a la luz de las velas, porque no había luz eléctrica. Cuando llegaba la hora de dormir todos corríamos asustados; recuerdo que mirábamos debajo de la cama antes de acostarnos. Mi libro se propuso elogiar, sin mayores méritos, estoy seguro, a todos esos narradores orales que me abrieron las puertas de la imaginación en los campos de Pasto.

¿Validarías la afirmación de que tus libros se nutren de la faceta fantasmagórica de la realidad?
Se nutren de la realidad. Ahora bien, que esa realidad sea  a veces fantasmagórica, es otra cosa. Pero no es algo que yo me proponga voluntariamente, para desarrollar en mis libros. Es, también, el azar de los temas elegidos, o los temas que me eligieron a mí como autor. Pero esta faceta fantasmagórica no es determinante en mis libros; son muchas otras facetas las que los causan. En esencia: la mujer y la certidumbre de la muerte.

¿Cuál es el mayor riesgo que un escritor asume al tratar la violencia, y sobreponerse, como ocurre en Los Ejércitos, a las tendenciosas miradas maniqueístas?
El mayor riesgo: escribir un panfleto, o un tratado de sociología. La novela es la novela, tiene que ser arte literario, hable de lo que hable. Ese es el gran reto.

¿Su conocido silencio y distancia mediática lo ha prevenido de las asfixiantes rutinas del escritor espectáculo?
Yo siempre he sido como soy, y cualquiera que me conozca se lo diría; después de Los ejércitos, se ha resaltado mi “silencio” y “distancia mediática”. La verdad, soy tímido; la gente cree, me lo han dicho, que soy de mal humor, impaciente y exigente con los demás, en fin; no hay tal cosa; quisiera tener amigos, escribir mis libros, quisiera que mis libros lleguen a otros grandes amigos desconocidos, pero yo, personalmente, sólo quiero pasar desapercibido, presenciar el espectáculo.

Cuchilla, La duenda y Para subir el cielo, develan una delectación por el universo infantil, ¿Fabular para niños implica un retorno a lo onírico y al añorado paraíso perdido?
Sí, en cierto modo. Uno intenta escribir las obras que hubiese querido leer cuando niño. Yo buscaba un libro que contara las cosas que me ocurrían. Seguramente por eso me puse a escribir.

En contra de los esnobismos literarios que proponen lo urbano como la única cantera, en tu obra la provincia se escenifica con sus dramas humanos…
Las dos vertientes. He vivido la mayor parte de mi vida en Bogotá, y Bogotá, la única urbe de Colombia, es el espacio de varios de mis cuentos y novelas, “Las esquinas más largas”, “Plutón”, “El Incendiado”.., sólo para mencionar algunas. Pero también son definitivos en mi memoria de escritor los pueblos del departamento de Nariño, los que visité en mi infancia, el pueblo de mi madre, San Pablo, cerca del Río Mayo, cerca de La Unión, de donde es Aurelio Arturo, y todos los pueblos y gentes que pude conocer en ese estadio importante de la vida que es la infancia. Mi padre era ingeniero civil, y trabajaba en el Ministerio de Obras. Varias veces me llevó a acompañarlo, cuando trazaba carreteras, cuando tendía puentes. Había que montar a caballo, ir a corregimientos, caseríos apartados; nunca he logrado describir esos atardeceres.
¿Escuchas los jadeos de la poesía, que siempre ronda a hurtadillas, a la hora de concebir tus ficciones?
Escucho sobre todo su silencio.