Gritos de Cine Mudo


Por Juan Sebastián Gaviria
 Las primeras salidas a terreno de Juan Sebastián Gaviria, conocido también con el seudónimo de Inti Manic, ocurrieron en el peligroso territorio de la poesía, al que se consagró durante varios años, produciendo tres artificios inquietantes: Inti Manic, Música mecánica y Cicatriz Souvenir, todos ellos publicados con buena acogida, aunque dentro de la insularidad característica del género: reflexión fulmínea, asombro ante la gravedad del mundo, erotismo al borde de la fatalidad, desarraigo, perplejidad metafísica y ansias emigratorias, son algunas de sus características más notables.
Pero como el gran sediento que busca siempre nuevas formas y rutas inexploradas para su necesidad de comunicar, o sencillamente para sobrevivir, Juan Sebastián decidió mudar de género, y, con una disciplina casi marcial, escribió una novela –Cenizas en América- y el libro de cuentos Gritos de cine mudo, ambos de próxima aparición, por donde deambula una curiosa familia de sombras tutelares: Charles Bukowski, Arthur Rimbaud, John Fante, Jack Kerouac, pero así mismo los espectros de grandes cultores del séptimo arte y del Rock and Roll.
Nacido en 1980 en Bogotá, este impetuoso hacedor de poemas y ficciones representa una sazonada propuesta en el controvertido y discutible orbe de la nueva literatura colombiana. En sus trabajos, tanto poéticos como narrativos, vislumbramos su amor por el viaje como expiación y odisea básicamente interior. Es bueno contar aquí que Gaviria hizo dos increíbles periplos en motocicleta, uno con destino Alaska y otro hasta la Patagonia. Ahora viaja frente a su computador, armado siempre de un cigarrillo y de un pocillo gigantesco de tinto cerrero.
El siguiente cuento, perteneciente a Gritos de cine mudo, fue cedido especialmente por el autor para que viera la luz en Con-fabulación.

LUMBRE
O CUBIERTO EN SANGRE DE CABRON
Desde antes de abrir los ojos sentí unas ganas terribles de un cigarrillo. Y un olor  ácido a orinal. Los abrí, y vi el techo de cemento grafiteado y supe que estaba en problemas. Me encontraba acostado boca arriba, con el tacto de porcelana helada en los brazos: Estaba esposado a un inodoro. La puerta del cubículo estaba cerrada, y me era difícil saber en cuál de los muchos baños públicos de la ciudad me encontraba. No importaba realmente, todos los baños públicos de la ciudad eran un nido de sodomitas y yonquis.
Oí las voces de dos chicos fuera del cubículo.
—Córtala. Muélele dos pastillas de lidocaína o sólo mézclala con algo de bicarbonato de sodio —dijo uno con una voz que se quebraba de excitación.
—¿No te da como cagada? La pobre creyendo que es coca, inhalando lidocaína… —murmuró el otro.
—Bah, ¿y qué? Por mí mézclasela con veneno para ratas, es una niña rica tarada —replicó el primero.
—¡Hey! —grité yo— ¡Allá afuera, hey!
—Qué putas fue eso… —dijo uno de los chicos.
—Ayúdenme un toque aquí —dije yo y pateé suavemente la puerta del cubículo.
Uno de los chicos abrió. Se quedaron parados, mirándome.
—Je, je… Este marica está esposado al inodoro —dijo uno de los chicos.
—Por algo será. ¿Será un violador? ¿Le sacamos la mierda a golpes? —preguntó el otro.
—Hey —les dije—. Si se me acercan, les parto las piernas a patadas. Miren, en el bolsillo trasero de mi pantalón tengo buena plata —mentí—. Si me ayudan a salir de aquí se las doy. Pero de todas formas ya les dije. Así esposado y acostado boca arriba igual les puedo romper la madre con estas botas —dije y levanté un pie y lo zarandeé en el aire, entre ellos y yo.
—Tú qué dices —le preguntó uno de los chicos al otro. No tenían más de catorce años, los pequeños bastardos.
—¿Y cuánta plata es que tienes?
—Suficiente para que compren mucho bicarbonato de sodio —dije.
—¿Y cómo se supone que te saquemos de allí? Estás esposado al puto inodoro, hermano.
—Eso ya lo sé —le dije al chico—, traigan una jodida maceta y hacemos mierda esta porcelana —dije e inmediatamente pensé lo fácil que sería que simularan no atinarle al inodoro y aplastarme el cráneo contra el piso. De todas formas no tenía muchas opciones. Los chicos no eran cerrajeros ni plomeros.
—Una maceta, ¿eh? Es domingo y son las siete de la mañana. ¿De dónde mierdas vamos a sacar una maceta? —preguntó uno. Y fue una muy buena pregunta.
—Yo sé dónde —dijo el otro—. En el taller de mi hermano hay macetas. En quince minutos vamos y venimos.
—O tal vez —dije yo— puedan encontrar algo para zafar ese tubo de la pared. Puede que el baño se inunde, pero puede ser más fácil. Mira en el taller de tu hermano, y si hay llaves de tuerca, tráelas.
—No nos des órdenes. Tú eres el que está patas arriba como un escarabajo. Si volvemos y no tienes esa plata te vamos a meter la llave de tuercas culo arriba.
—De acuerdo —dije yo sin titubear— tráela. Hey, ¿de casualidad no tienen un  cigarrillo? Me estoy muriendo por un pucho.
—Tengo yerba, y eso sí lo tendrías que pagar de contado.
—No. Si pueden, tráiganme un cigarrillo —dije y los chicos se fueron.
Qué juventud la de hoy en día, ¿eh?
Me quedé allí, esperándolos y, entre tanto, intentando recordar cómo diablos fue que terminé allí. Mi aliento olía a tequila de muy baja calidad y el sudor en mi camiseta apestaba a todo tipo de lugares indeseables llenos de personas indeseables. ¿Quién sería tan desalmado como para esposar a un tipo ebrio al inodoro de un baño público? De la anterior noche sólo podía recordar a una chica. No era mi novia, era otra chica. Mi novia no había podido salir, y yo había terminado hundiéndole la lengua hasta el esófago a una pequeña zorrita. Lo que recordaba, es que había tenido una disputa con la chica, y ella me había amenazado. Estábamos en la casa de ella, y ella me había amenazado con sus hermanos. ¿Era esto, terminar esposado a un inodoro, con lo que me estaba amenazando? No sentía ecos de dolor en mi cuerpo, así que no me habían dado ninguna paliza. Había algo que no lograba recordar. No recordaba el punto de ebullición. ¿Habría golpeado a la chica? ¿La había violado? Me vi caminando por una acera con una bolsa en la mano, rumbo a la casa de la chica. ¿Qué había en la bolsa? ¿Licor? ¿Comida? No recordaba el punto de ebullición. Sabía que estar esposado allí era una especie de castigo, pero: ¿Por haber hecho qué? Oí pasos en las escaleras que descendían de la calle al baño, y contuve el aliento.
—¿Dónde lo dejaste? —preguntó un hombre.
Los chicos me traicionaron.
—Aquí, en un cubículo —respondió otro. No, no fueron los chicos, eran quienes me habían esposado.
La puerta se abrió, y dos hombres, uno en camiseta y uno con una chaqueta de cuero roja, se quedaron mirándome fijamente.
—¿Este es el hijo de puta? —preguntó el de la chaqueta roja.
—Sí. Este es.
—Un momento —dije yo —¿Qué putas les hice yo a ustedes?
—A nosotros nada. Le hiciste algo a alguien que no te había hecho nada. Y nosotros vamos a hacer lo mismo contigo —dijo el de la camiseta.
—¿Fue algo con la chica? —pregunté.
—¿La chica? Y, ¿cuál es el nombre de “la chica”?
—No sé, una chica que…
—Ja, el pobre perro ni siquiera se sabe el nombre de Julia…
—¿Julia? —pregunté —¿Así se llamaba? ¿Y ustedes…?
Y ellos. Y ellos venían a joderme. El tipo de la chaqueta de cuero roja sacó de su bolsillo un tarro de gasolina para encendedores. Para ser exactos, hidrocarburo sintético isoparafínico. Y comenzó a rociármelo encima.
—¡¿Qué?! ¡¿Me vas a quemar vivo, hijo de puta subnormal?!
—Algo así —dijo el hombre de la camiseta—. Pero si te pones a gritar como una señorita, simplemente te vamos a meter un tiro.
Entonces sonaron nuevos pasos bajando por las escaleras. Los dos hombres me dieron la espalda, y se quedaron parados frente al cubículo. El combustible para encendedores ardía en mi piel, y cerré los ojos para que no me los derritiera. Entonces oí la voz de uno de los chicos:
—¿Y ustedes quiénes son?
Abrí los ojos. Los chicos estaban, uno con una maceta en la mano y el otro con una llave de tuerca del tamaño de un brazo, parados ante los tipos. Entonces vi que el  tipo de la camiseta tenía un arma en la parte trasera de su cinto.
—¿Nosotros? ¡Quién putas eres tú! —le rugió el de la chaqueta roja al chico de la maceta.
—Eso no importa. A nosotros nos importa un culo qué vayan a hacer con ese tipo, pero nos debe plata —dijo calmadamente el chico de la maceta—. Nos hizo ir hasta la puta mierda por estas herramientas, y eso no es gratis.
—Je, je —rió el tipo de la chaqueta —Qué cagón tan cojonudo que eres. ¿Se puede saber cuánta plata te debe el imbécil este?
—No fijamos un precio. Yo diría doce lucas.
Entonces el tipo de la chaqueta sacó de su bolsillo un fajo grueso y jugoso de billetes. Y le dio dos de los billetes al chico.
—Ahora lárguense. Este tipo es nuestro hermano. Nosotros lo zafamos de allí. Lárguense, y llévense toda esa ferretería.
Los chicos se fueron y los tipos volvieron al asunto.
—Dame fuego —le dijo el de la chaqueta al de la camiseta.
El de la camiseta comenzó a hurgar en sus bolsillos y sacó una caja de fósforos.
—Rocíalo de nuevo —dijo el de la camiseta—. Esa mierda ya se debe haber evaporado.
El de la chaqueta me vació lo que quedaba del líquido encima, y luego arrojó el tarro vacío contra mi cabeza. El de la camiseta comenzó a agitar la cajita de fósforos, y dijo:
—¿No te suena bonito? ¿Eh, maricón? ¿No suena mejor que Mozart?
El sonido de una llave de tuerca contra la parte trasera de un cráneo es hermoso, sobre todo cuando estás bañado en gasolina y en la mano del dueño del cráneo hay una cajita de fósforos. El tipo de la chaqueta giró, y se quedó frío. El chico de la maceta blandió su herramienta contra la cara del tipo, cuya mandíbula quedó colgando de su cara por uno o dos nervios y un jirón de piel. Y así, con la mandíbula desprendida de su rostro, se acurrucó contra la pared con los ojos clavados en los chicos.
—Mira —dijo el chico de la llave de tuerca señalando al tipo de la camiseta, el cual yacía de espaldas a mi lado —el perro estaba armado.
—Cógela que nunca sobra, dijo el chico de la maceta. Y a ver —le dijo al tipo de la mandíbula mientras hurgaba en sus bolsillos —a ver donde están esos billetitos.
Okay, ya se hicieron ricos —les dije —ahora suéltenme.
Pero fue como si yo no estuviera allí. Los chicos ni siquiera me miraron. Luego de vaciar los bolsillos de los tipos, se dieron vuelta para partir. Entonces el tipo de la mandíbula, que estaba sentado contra el marco del cubículo, comenzó a gemir horriblemente. Los chicos volvieron a encararnos.
—Yo nunca le he disparado a nadie a la cabeza —dijo el de la llave de tuercas.
—Si es que se le puede llamar cabeza a eso —dijo el de la maceta señalando al tipo de la chaqueta roja —¡le falta la mitad!
Acto seguido, aún antes de oír la explosión, sentí el manguerazo de sangre golpeando mi cara.
—Ufff… ¡Qué efectos especiales! —dijo el chico de la llave de tuercas
sosteniendo el arma humeante.
Y luego se fueron escoltados por mis gritos de auxilio.
Fui conducido a la comisaría bañado en combustible y cubierto en sangre de cabrón. Allí me interrogaron quince agentes distintos, y a todos les narré, tan detalladamente como pude, lo que había pasado. Dije la verdad una y otra vez. Yo no era sospechoso de nada. Al día siguiente, lunes a la media noche, me liberaron. Pero tendría que presentarme diariamente en la comisaría. Camino a mi casa, hice una y otra vez mi mejor esfuerzo por recordar cuál había sido el punto de ebullición, qué había pasado la noche del sábado, cómo había caído yo en manos de esos dos psicópatas…
De nuevo me vi caminando hacia la casa de Julia, si es que ese era su nombre. Me vi colocando sobre la mesa de la cocina la bolsa que traía en mi mano. Me vi sacando de la bolsa una botella de un litro de alcohol industrial. Vi a Julia atada a la cama, con un trapo hediondo metido en la boca. Me vi vaciándole la botella encima. Me vi sentado en una silla de madera, mirando los ojos de Julia, que gritaban en silencio, los ojos de Julia, que preguntaban ¿Por qué? como las bocas de los grandes filósofos. Y la colilla trazando una parábola de mi mano al cuerpo hermoso y brillante, empapado en  alcohol.
Seguía con unas ganas horribles de un cigarrillo. En la comisaría rogué por tabaco y me dijeron que me fumara un pene. Me acerqué a un hombre que paseaba a su perro y hablaba por celular y le pedí un pucho. Sacó una cajetilla de su bolsillo y me dio un Marlboro rojo.
—¿Tienes lumbre? —le pregunté.
—Espérame un segundo —le dijo a quien fuese que estaba del otro lado de la línea, y luego me dijo—: No. No bajé fuego. Pero a la vuelta de la esquina tienes toda la lumbre del mundo —exclamó socarronamente.
Y sí, era cierto de todas formas. A la vuelta de la esquina estaba mi casa, y allí yo tenía fuego. Giré en la esquina, y vi el camión de los bomberos y las patrullas. Mi casa estaba en llamas. Pensé en mi novia y corrí hacia la patrulla.
—¿Había alguien adentro?
—No —dijo el agente—. ¿Usted vive aquí?
—No, un amigo mío…
—Pues tu amigo está más que jodido.
—Sí, ¿cierto?
En el césped de frente a mi casa habían unas tablas en llamas. Levanté una sosteniéndola por el extremo que no estaba prendido, como una antorcha, y con ella encendí el cigarrillo. Luego caminé, tarareando una canción de Porno for Pyros (Porno para Pirómanos), hasta llegar a la autopista. Estaba claro que alguien me quería fuera de allí.
Una vez en la autopista, caminé por la berma. Probablemente para cuando amaneciera ya estaría llegando a una de las salidas de la ciudad, y podría pedir aventón. Y levantaría mi pulgar sobre el asfalto como un emperador perdonando una vida: La mía.