Entrevista con Roger Munier


En el riesgo de lo desconocido
Por Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio

El pasado 10 de agosto falleció a los 86 años en Francia el lúcido poeta, filósofo, ensayista y traductor Roger Munier, quien fuera amigo entrañable de René Char, Paul Celan, E.M. Cioran e Yves Bonnefoy, entre otras grandes voces de la literatura universal.
Nacido en Nancy, el 21 de diciembre de 1923, estudió filosofía y teología y dirigió la colección el Espacio Interior de Editorial Fayard de París. Publicó numerosos textos de budismo, hinduismo, islamismo y taoísmo. Sus traducciones del alemán, inglés, griego antiguo, español y japonés, son piezas de culto en su Francia natal y contemplan la obra de Heidegger, Silesius, Kleist, Paz, Juarroz, Porchia, Heráclito, y el memorable libro Haiku – de las cuatro estaciones.
Es autor de las siguientes obras: Contra la imagen (1963), El instante (1973), La visita que jamás viene (1983), Éxodo (1993); La ardiente paciencia de Rimbaud (1993), Orfeo (1994), La dimensión desconocida (1998), La cosa y el nombre (2001) y Las aguas profundas (2007)...
En 1972, desde Friburgo, Martin Heidegger, definitivo amigo de Munier, le envió una misiva donde analiza la “Carta del vidente”, que se ha convertido en un documento imprescindible para los estudiosos del infante iluminado, reproduciéndose en numerosas lenguas.
El exilio de Rimbaud, el ejercicio de la traducción, la pedagogía de la videncia, son algunas de las fronteras aquí franqueadas por este poeta que nos ha revelado en uno de sus textos:

“Hay otro mundo,
escondido en este.
Nosotros lo sabemos al crepúsculo.”

***
«Amigos poetas: Al recibir el cuestionario de la entrevista me sorprendió hallar en el sobre el lugar del remitente, pues Colombia es un país que recorrí en los años cincuentas y por tal motivo me pareció que se reintegraba mi pasado. Conocí esa patria, estuve en Bogotá, viajé a aquello que llaman clima caliente, amé ese rayo horizontal y murmurante denominado río Magdalena. Estuve en Girardot y en Barranquilla. Allí me ocurrió algo que los poetas conocen desde siempre, aprendí a dialogar con lo otro, no sólo porque el español me ofrecía esa posibilidad, como el alemán, el inglés y otras lenguas que hablo, sino porque conocía una cultura que me daba la opción de mirar a la mía desde afuera. El poeta es quien puede escapar de su mundo para regresar a él sigilosamente antes del amanecer.
Adjunto mis opiniones esperando no empobrecer los interrogantes que me han formulado y que son siempre y en toda circunstancia más definitivos y perdurables, que las inocuas, arrogantes y falaces respuestas que pueda dar un ser sobre la Tierra. Con mi abrazo de fraternidad, Roger Munier. Les Erables, Francia».

—Siguiendo la orientación de su obra, ¿la filosofía debe ser un dominio de lo poético?
Dominio es una palabra ambigua. Puede significar «domaine», el sentido del territorio que poseemos, y también dominación, autoridad, tutoría, imperio sobre... Me preguntan si considero que la filosofía es un «dominio» de lo poético. Por consiguiente, asumiendo esta ambigüedad del término, donde ella vendría solamente a tomar lugar, respondería: No. La filosofía no es un sector de lo poético. La filosofía es interrogante, y la poesía adhesión, aunque ella misma cuestiona, sobre todo canta. La filosofía no canta. Ella interroga. Y justamente, entre todo eso que cuestiona, existe también la poesía. Allí su interrogación es prudente y permanece en vilo. La filosofía se queda como pasmada ante la poesía. Ella interroga en ésta su cara a cara, y casi su contrario. Yo afirmaría: como el hombre interroga, la mujer responde... Interviene entonces el segundo sentido de dominio, que le conviene más en propiedad: el de autoridad, de tutoría. Pero es restricto, si no molesto, en este cara a cara, como el dominio del hombre en la confrontación hombre-mujer... La filosofía, dentro de su mirada clara, interroga conjuntamente los límites y la gloria de la poesía. Si ella ve bien los límites, ella queda fascinada por la gloria. Es la experiencia que yo realizo y de la cual consigo quizá, aquí y allá, dar forma en un decir que se quisiera unitario.
La poesía tiene grandes recursos en el alcance. Yo pienso en cuanto a mí, que la filosofía —digamos mejor el pensamiento—, ganaría en integrar a la poesía en su pensar y por derivación  en su palabra. El cara a cara no debería permanecer como un simple «uno frente al otro», pues él conduce naturalmente al encuentro, tiende a la unión. En la contienda hombre-mujer, esto es lo que llamamos el amor. Y nosotros sabemos que en el amor, cada uno de los compañeros termina fi­nalmente siendo lo que es, excepto en el momento fugaz del abrazo donde se opera la unidad de ten­sión que definió bastante bien la expresión de «combate amoroso». ¿Nosotros podemos esperar que filosofía y poesía, no existieran más que en breves instantes, alcanzando en este bello encuentro un decir más fresco y originario? Esto, en todo caso, es lo que yo busco...

—¿La incomunicación a la que nos condenó el lenguaje, es aquello denunciado en varios de sus poemas?
—El lenguaje es una equivocación, la más cruel inventada por la humanidad, y cuando más se extiende su eclipse sobre nuestro rostro, sobre nuestro cuerpo, más solos nos sentimos; a no ser que esa misma oscuridad —como ocurre algunas milagrosas veces— que generan las palabras por no lograr apresar nuestras ideas o sentimientos, dé paso al amor o al reino de lo poético, pues allí todo parece corregirse en un relámpago.

¿Aún es posible pensar en la herencia de lo «desconocido» y en el poder profético concedido a la palabra por algunos románticos iluminados?
—Sí, podemos hablar siempre de «videncia» en poesía. A condición justamente de que la poesía cese —como lo demandó Rimbaud en la Carta del vidente—, y se ocupe  simplemente de «ritmar la acción» humana, para proyectarse «adelante», en lo desconocido.

Podría hablar sobre sus acercamientos a escritores como Heidegger, Char, Paz, Porchia...
—Literariamente yo padecí, poco de influencias. Digamos que mi gran maestro fue y seguirá siendo Martin Heidegger, cuyo pensamiento y amistad tuvo sobre mí un extraordinario poder despertador. Primero, revelándome la dimensión de la nada, digamos más bien de la nada como «rien» en francés (Nichts en alemán), siempre insistente en el horizonte del hombre. Y además instaurando un cuestionamiento sobre las relaciones fecundas entre pensamiento y poesía. En materia de escritura, yo no he hecho sino intentar obedecer lo más justamente a una difícil exigencia dentro de la claridad.

—¿La marginalidad de lo poético, la exclusión orquestada por una sociedad vana y pragmática, hace obligatorio el aislamiento del poeta como lo postuló René Char al escribir: «Hiciste bien en partir, Arthur Rimbaud?»
—Es seguro que la verdadera escritura no comienza sino con el sentimiento profundamente experimentado en su poco de peso, frente a otra cosa que nos atormenta y es su origen como escritura, sin que jamás ella sepa eso que es, que la funda y la magnífica, pero la rebasa. Es por esto, me parece, que Rimbaud partió. La escritura para él (¡y por tanto aquella escritura!) no le hizo más peso. Es aquello que pretendo probar entre otras cosas, en el extenso libro que escribí sobre el destino global de Rimbaud, palabra y silencio: L’ardente patience d’Arthur Rimbaud, que aparecerá pronto en Editorial Corti. Ahora, si ella está bien: «adelante», la poesía será siempre «marginale», y quizá primero, para el poeta mismo.

La fácil poesía conversacional, coloquial-cotidianista, simple moda en Hispanoamérica, ¿qué territorio posee actualmente en el ámbito europeo?
—Me parece que la ligera poesía conversacional que es en efecto moda en América Latina, no ha encontrado refugio en Europa, sino bajo la forma de la «canción», muy viva en nuestro ámbito, y que le habla a un gran público. La canción se aleja más y más de una poesía hermética (y lo es, en efecto, en el cara a cara al que me referí, que la concierne tanto como al pensamiento). La forma más degradada de esta tendencia del puro reflejo de lo cotidiano habría que buscarla, en primer término, en el estúpido video-clip dentro del audiovisual omni reinante.

Su labor de traductor y editor es reconocida. ¿La traducción es traición pero también lealtad con el Espacio Interior, una ofrenda de nuestra voz y nuestro silencio?
—Yo he traducido, en efecto, bastante. Primero y ante todo, aquello que habría querido escribir yo mismo. El hecho es especialmente cierto en Porchia, en Juarroz; que publiqué en mi colección L’Espace Intérieur. Yo hice conocer al gran público en Francia a esos dos auto­res admirables. También capté la atención de numerosos lectores sobre Angelus Silesius, en mi selección de dísticos: L’Errant chérubinique (1970) y sobre el Haiku (1978), en una antología que ha llegado a su cuarta edición. A lo cual se agrega mi reciente traduc­ción comentada de los Fragmentos de Heráclito, en Editorial Fata Morgana. Todo aquello compone un paisaje interior que es el mío, y que yo puedo, me parece, integrar al conjunto de mi obra. Traducir, para mí, es aumentarse en una y otra dimensión.

¿La imagen poética surge de la dialéctica y la trasciende, la riqueza de la ambigüedad es la gran herencia de la poesía moderna?
—La imagen poética es en efecto la forma suprema de la «dialéctica», ella ajusta en una suerte indecible, dos términos en apariencia extraños o lejanos el uno del otro, sí no contrarios. Las más justas imágenes apaciguan una tensión, revelan una inmóvil fascinación que súbita nos aborda, a través de un ensamblaje milagroso de palabras. Esta inmovilidad, a mis ojos, es la misma que el pensamiento considerado, sin poder asirlo. En la imagen reside la gran fuerza de la poesía. Fuerza que es sólo de ella y que el pensamiento le envía. Me hablan de «ambigüedad». Es verdad que la imagen, aproximada según los criterios objetivos, parece ambigua. Pero los criterios objetivos no tocan el fondo de las cosas. Ellos no se aplican sino en un perímetro restringido que representa nuestra aproximación objetiva al mundo. Esta aproximación permite una influencia, que es aquella de la ciencia y de la técnica, de efectos sorprendentes. Pero el mundo así aproximado no es «el mundo», no es más que su superficie. Desde que nosotros dejamos esta superficie, la «ambigüedad» reina. No tengamos miedo de ella, pues ella es lo real mismo, inasible.

¿Es posible reconciliar al arte con la ciencia —como sueña Saint-John Perse— aún después de la guerra atómica y de los demás sofisticados artilugios de destrucción?
—Por lo dicho anteriormente, yo no pienso que nosotros podríamos reconciliar el arte con la ciencia. O no se tratará sino de un arte acompañante, que también a su manera, «ritmará la acción». El gran arte escapa al «dominio» de la ciencia. Yo pienso incluso que escapa al mundo. En todo caso, con certeza, a este mundo que la ciencia nos impone, que no es más que un mundo de exilio, cargado por lo demás, de una pesada amenaza.

¿Haría una propuesta para el nuevo milenio?
—Mi voto para el nuevo milenio, es que él simplemente pueda tener lugar...



(Les Erables, Francia, 1993)