Imaginario Postal de Julio César Goyes Narváez

Por Juan Antonio Malaver
Al recorrer Imaginario Postal uno puede detenerse en diferentes lugares a los que nos lleva la voz del poeta, puede ser España, Francia o Brasil, puede ser el río Sena o el Guaitara, los ojos verdes de una mujer a la que quiere  adorar siempre, o la mirada de un apartamento que extraña a sus dueños. Puede ser el amado Sur del que quisiera no haber salido ni para el recuerdo. De repente se tropieza uno con monólogos, fruto de una soledad provechosa en la que el mundo se vuelve un gran libro al que se le roba buenas lecturas y cavilaciones, al que se le contesta con postales a veces no enviadas a ninguna parte. El texto leído desaparece para Goyes y queda el autor al que le habla y hasta le increpa, entonces ese autor aquí se vuelve hermano, alter ego  de la agonía, de la alegría, del amor, del dolor, “…escribo sin saber que escribo/ y la luz que entra por la ventana/ aclara el libro que delira en mi cuerpo.”
Pareciera ser necesario aquí hacer trances para decantar la soledad y sopesar en ella lo que queda, lo que nos acompaña, volver a recorrer el camino o recoger los pasos como dicen que lo hacen nuestros muertos, “Quien parte comienza su regreso, / porque la infancia no para nunca, / es palabra que perdura sensual y centelleante, / gozosa herida en la hoja blanca.” Pasos buenos untados de una profunda nostalgia y de respeto por ese fervor que inspira lo amado. La infancia se vuelve una metáfora constante de la que se bebe para seguir el rumbo hacia adelante, hacia Papá Noel, Arandú, o superhombres como el padre, la madre, los hermanos y hermanas de los que se conserva en el gramófono de la memoria un pedazo de voz en una tarde soleada o detrás de los geranios: “La casa era un patio enorme habitado por animales / que domesticó la muerte, por una lora que no hablaba / y un perro encadenado que murió de rabia. / Un día removimos un montón de piedras / y encontramos a la tortuga asombrada por el alba. Había maceteros y tarros con geranios, / un árbol de arrayán donde bailaban los colibríes / y llegaban a morir las cometas prehistóricas.” En esos lugares sagrados e incorruptibles en que el poeta sabía bien que eso que tenía al frente era pobreza material y abundancia de cariño, en que no se sabía de la vida dura de un país que al tiempo es bello y asesino.
Al releer el libro imaginaba a un viajero solitario, bebiéndose las noches por las ventanas de extrañas construcciones, cargado con un morral de recuerdos amados, farol tras farol, con ese mundo como un gran reloj, “aunque esté incorruptiblemente solo. / En esta ventana  desde la cual me habito”. Imaginaba aquel poeta sureño, amigo de Neruda, de Pizarnik, de Rimbaud, Picasso, Van Gogh, Eugenio Montale, Lorca, Mujica Láinez, Ledo Ivo, Jorge Teillier y tantos otros que vienen a buscarlo en la noche para que hablen de cosas ocultas, de Ipiales, del niño que sale a correr en las noches tratando de atrapar esas estrellas tristes que sólo el Sur sabe amañar.
Hay intertexto con la poética de Aurelio Arturo, la voz de la caída de las hojas, el canto de la naturaleza que con llamado perpetuo encanta los ojos y los oídos, “Tú que escuchaste caer en la intimidad gota tras gota el silencio, que cantas en la noche donde la vegetación en duermevela anda, dime si la palabra no es más camino que engaño.”  El poeta se hermana en la palabra, en la duda y en el canto de los invisibles que entre poetas tiembla.
Imaginario Postal puede ser muchas cosas, la voz de un amigo que sabe que estamos solos y nos escribe y describe desde lejos, desde las periferias de Pasto que puede ser aquí el centro del mundo de este poeta que se mete en el dolor y en la alegría sin buscar atajos. Goyes nos puede hablar desde el gran lugar, desde una pensión destartalada, con amigos amados o un patio grande habitado por personajes y animales míticos suspendidos en la infancia. Imaginario Postal es la polifonía de la voz de Julio César a quien se puede encontrar en la sencillez y potencia de versos hondos vividos en el asombro.