El día que conocimos a Yevtushenko

En la foto los escritores: Augusto Pinilla, Jorge Eliécer Pardo, José Luis Díaz-Granados, Yevgeny Yevtushenko, Federico Díaz-Granados, Iván Beltrán Castillo, Amparo Osorio y Gonzalo Márquez Cristo, entre otros… Gimnasio Moderno, Bogotá, miércoles 14 de julio.
(Fotografía de Esperanza Vallejo)

Hay esperas que no terminan nunca. De tanto aguardar un encuentro, una cita, una consumación,  convertimos la ansiedad en parte de nosotros, la integramos a nuestro pulso, y al final es hasta posible que podamos prescindir de su cumplimiento, y tal vez temerlo o evitarlo. Esas esperas terminan por ser gratos agentes de la otra vida, la que no llegamos a vivir jamás y que, no obstante, era la que nos explicaba y la que nos correspondía. Son un dulcificador, otro tema para sazonar el crepúsculo, una vela de armas sin desenlace visible.
Así nos ocurrió a muchos con la visita de Yevgeny Evtuschenko, el poeta ruso de setenta y siete años y un prontuario riquísimo, donde ya no se distinguen mucho la realidad de la leyenda, la verdad objetiva del caprichoso mito. Hacía cuarenta y dos años que había visitado Colombia, plegado a los caprichos y orientaciones funambulescas de Gonzalo Arango, que era por entonces el gran rebelde de las letras nacionales, ya en camino de ser oficializado y venerado como uno de los íconos que pretendió arrasar, y de Dora Franco, por aquellos días la mujer más deseada de la nación, ocupando sin descanso las páginas de las revistas y llenando de ardoroso ensueño las vigilias de los adolecentes. Gonzalo Arango ya no pudo acompañar al muy laureado poeta, pues está muerto hace más de treinta años, y Dora-musa fiel que no lo olvidó nunca tejiendo y destejiendo la posibilidad de su retorno, cual Penélope tropical- volvió a estar a su lado, deleitosa cómplice, dueña ahora de una hermosura más calmada, menos escandalosa, más cívica.   
Después de haberlo soñado muchas veces, lo vimos. Caminaba lentamente por el campus del Gimnasio Moderno, ayudado por un bastón chaplinesco y en la compañía de dos poetas que le han amado desde dos orillas del tiempo: José Luis Díaz-Granados, quién siendo apenas un pichón de escritor le acompañó en las venturas –y aventuras–  criollas de su viaje inaugural, y Federico Díaz-Granados, su hijo, y quién ahora es uno de los generales de cinco soles del gigantesco sublime, melodramático y siempre vigoroso panorama de la poesía colombiana.
Atrás de él, retaguardia exaltada, vimos a muchos hombres de letras de nuestro entorno. Y todos parecían haberse imbuido de un fulgor adolescente, un primor virginal, un aire de otro tiempo. Marchaban en el lento cortejo festivo, el poeta y novelista manniano Augusto Pinilla y el artero narrador Jorge Eliécer Pardo, los editores de Con-fabulación Amparo Osorio y Gonzalo Márquez, tan lejanos del estilo fomentado por Evtuschenko pero tan próximos al tibio fulgor de las leyendas; la incansable poeta manizaleña Maruja Vieira, el demiurgo de la Bogotá irreal Gonzalo Mallerino Flórez y el poeta laureadísimo Ramón Corte Baraibar, el pintor Ángel Loochkartt y, adelante, persiguiendo los rictus de Yevtuschenko, la fotógrafo Esperanza Vallejo, y otras deidades criollas.
En la biblioteca, donde cada semana vuelan por el aire poemas buenos y malos, luminosos y fatídicos, consagrados y anónimos, vimos con amor la “Actuación” de este poeta, a quién el padre del nadaísmo llamara El Oso. Adorables acotaciones, implacable sentido del humor y constancia de que nunca dejó de ser, un alma vigilante, una mala conciencia de su tiempo, enmarcaron una lectura que se extendió por más de una hora y que fue realizada en un español travieso, lleno de interjecciones y fracturas. Bajo un silencio en el que parecían anidar las voces más antiguas, los pitos de los trenes soviéticos, los campos de concentración donde los post-bolcheviques lapidaron el sueño de la revolución, los pasos de los Nazis, los alaridos de Stalin, el exilio de Trostki, el carnaval dadaísta, la revolución sexual y el erotismo perenne, Yevtuschenko nos legó el cumplimiento de una cita. 
El hombre fue espléndido. Los poemas algo menos… Una frase nos queda como botín del recuerdo: “Las fronteras son las cicatrices que dejan las guerras”. No importa: en el oeste siempre escribimos la leyenda.