El crimen del localismo


Por Gabriel Arturo Castro
El ensayista y poeta colombiano reflexiona aquí sobre el peligro de elevar el localismo al plano de lo universal, tanto en el orden cultural como político, que al parecer es un lineamiento reciente del poder en este mal llamado Tercer Mundo.

La vuelta al provincianismo por medio de un afecto localista es palpable. Benéfica es su actitud cuando se trata de reafirmar la identidad o advertir afinidades culturales de enorme valía. Nociva al levantar los muros para negar la modernidad y la universalidad o al llegar a pensar dogmáticamente que los hábitos, experiencias y productos particulares, propios de la provincia, son siempre lo mejor. ¿Regionalismo fanático y excluyente, reflejo erróneo que mezcla intereses políticos y económicos, otra manera del subdesarrollo, sentimiento de inferioridad? ¿Atraso cultural en cuanto a pobreza e insuficiencia del pensamiento y de las obras? 
Según palabras de Michael Ende, provincianismo es un aferrarse miedosamente a convenciones, vacías ya de contenido. Lo cierto es que una de las vías para consolidar lo parroquial es la mitificación de ciertos personajes, quienes valiéndose de su poder intentan legitimar una obra casi siempre mediocre (la política reemplazando al arte). El crítico Mario Sesti ha llamado Claustrofilia a lo que ocurre exclusivamente en un ámbito doméstico, limitado a las cuatro paredes, pero donde no es posible comunicar, cultivar la propia individualidad ni desarrollar un drama donde el mundo particular esté integrado al cosmos total. El tránsito del “refugio de la intimidad” al espacio universal se ve truncado debido al provincianismo.
Se mitifican los pensamientos, las acciones y las creaciones sin importar su valor. Todo culto a la personalidad involuntariamente mitifica. Implica una curiosa interacción de crear y, a la vez, colmar una brecha: la gente coloca aparte al personaje (de reminiscencias feudales o de antiguos cacicazgos), exagerando sus características, tildándolas de extraordinarias.
La existencia de lo aparente extraordinario produce en los seres humanos una profunda intranquilidad. A dicho individuo lo buscan y lo exaltan pero a la vez le temen. Suspiran por una tranquilizadora conexión con él, y a veces se ven movidos a halagar su yo, participando en él. Cualquier pintoresca figura, cualquier vida aventurera, cualquier persona que acumule poder o estatus en una aldea o ciudad, lleva consigo el germen del mito.  
En aquellos personajes sobreviven unos caracteres típicos o actitudes humanas populares, imágenes irracionales. En tales figuras el pueblo se reconoce, en tanto resumen deseos o ambiciones como el éxito, las influencias, el dinero, el mando, el prestigio bien o mal logrado.
 Y ello empeora si la figura se adorna socialmente con alguna expresión del arte, la cual valida a través de la mitificación, creación de una fascinación engañosa y simulada.     
La mitificación brota de la inercia humana y del temor al cambio, situaciones propias de las sociedades estancadas en el tiempo. Tal temor los lleva a adoptar ídolos, talismán de su incapacidad, tótem de su voluntaria exclusión.