Poema de Luis Alejandro Contreras*

Madonna de San Francisco

Ninguna palabra, ninguna lengua,
ninguna letra han sido creadas
para describir tu aparición
a un lado del templo
de San Francisco,
con ese triste remedo
de niño Jesús entre tus brazos,
con sus ojos pletóricos
de un vacío de muerte
lleno de vida.

Ninguna palabra, ninguna lengua,
ninguna letra han sido creadas
para darle color a tu presencia,
ni a la plástica única e irrepetible
de tu mirada,
inquiriendo de un modo tan irresistible
que nadie estaba dispuesto
a advertir,
ni a tus ojos pletóricos
de un vacío de vida lleno de muerte.

Entreme donde no supe.
La calle me quedó inmensa.
Y el templo con su oficio,
a plena luz del día,
repleto de creyentes,
me resultó inmensamente
asfixiante, inmensamente
pequeño.
Y tú y tu niño se me aparecieron
inmensamente presentes.

Y entreme donde no supe
porque no supe adónde ir,
ni qué decirte, ni qué decirme,
ni qué hacer.

Divagué por otras
arterias de la ciudad,
en lugar de darte
mi mano.

Divagué por otras
calles de mi corazón,
atorado en una curva
del viento.

Divagué por otros
atolladeros de mi imaginación,
apresada -sin embargo-
en la esférica imagen
de tu aparición.

¿Cómo poner cara de
hombre diligencioso?
¿Cómo poder fingir
ser uno más de la fila,
un duro, un avezado
ante los aspectos crudos
de nuestra jauría?

¿Y cómo podía poner cara
de buen funcionario,
cada vez que -una cuadra más abajo,
quince pisos más arriba-
se presentaban en manada
cientos de rostros
reclamando o mendigando
una miserable beca literaria ?

¿Cómo podía fingir
ante esa suerte de maniática
madre superiora, que requería de mí
una eficacia estrictamente basada
en números fríos?

Y entreme donde no supe
porque no sabía de casa,
ni de mujer, ni de familia,
ni de amigo que pudieran
darle cobijo a esa
desazón mía.

Porque tal como no lo había para ti,
Madonna de San Francisco,
no había para mí un lugar,
en el templo de los hombres,
que pudiera brindarme refugio.

Tal como no lo había para ti,
no había un sólo lugar para mí,
en ese claustro de puertas condenadas,
con su pequeño mundo
de creyentes dando la espalda
al regalo de ver aquello que vibra
más allá de la estrechez
de nuestras vidas.

Y todos esos creyentes
revolviéndose como
hormigas desorientadas,
azuzaban ese otro hormigueo
que recorría mi cuerpo.

Mis honras para ti luego fueron
silencio.
Ver y callar.
Remembrarte en el alma.
Memorar sin palabras
(me provoca decir memorir,
pero no fue acallar un dolor,
fue un dolorir en silencio)
¿Y qué hacer con las heridas?
¿Quién podría borrar las cicatrices?

Hoy, a siete años de tu aparición,
me he atrevido a tomar el lápiz
y hacer esta breve relación,
pero no sabes cuántas veces
vanamente te busqué,
cuántas veces vanamente
he vuelto a pasar por la
esquina de San Francisco,
aunque no sé qué hubiera hecho
si los hubiese vuelto a ver.

Por un azar, hoy he pasado
de nuevo por el templo
y vi tu lugar vacío,
y no sé qué fuerza
me ha impulsado a escribirte,
aun cuando sigo sabiendo
que ninguna palabra,
ninguna lengua, ninguna letra
podrán describir tu aparición,
ni aun con la indeleble tinta del alma
en la fina materia del cuerpo.

*Poeta y ensayista venezolano