Los funerales de la realidad

El Ojo Editorial
El espectáculo de la vida pública colombiana, jardín colorido, multiforme, lleno de especies carnívoras, arroja cotidianamente a nuestro rostro grandes paladas de consumado ilusionismo. Nos hemos acostumbrado, según es fácil percibirlo, a que los hechos periodísticos, políticos y culturales sean algo así como un gran teatro del absurdo, un número de prestidigitación, un engendro irracional,   en el que todas las versiones y todos los registros terminan por ser falsos: ficciones que, al contrario de perseguir y domeñar a la verdad, la esconden con destreza y maestría, ahogándola en un viscoso océano de apariencias contradictorias detrás de las cuales, suponemos, no hay nada más que un gran vacío, un precipicio insoslayable.
Los secuestrados de la violencia colombiana, ejercida con la misma grotesca disciplina por los crepusculares muchachos de la narco-guerrilla y los hiperrealistas alfiles del paramilitarismo, parecen ser un espléndido botón de muestra. Elevados a la categoría de astros del martirio, su regreso piadoso a la vida normal no tarda en transformarse en un show, casi siempre impostado, pletórico de parlamentos incoherentes y muecas incomprensibles, y sus vidas imbuidas de ejemplaridad, las mismas que fueron cantadas con salmodias y loas, réquiems y vindicaciones cuasi teológicas, se revelan, para nuestro asombro, como las de un puñado de seres viscosos y exageradamente humanos. El regreso al mundo, la resurrección milagrosa, los obligó en cambio a descender hasta el cieno. Nada hay en este colorido clan de aspirantes a la gloria de la ordalía que no termine por encontrar su negación y que no se disuelva activado por el ulterior y corrosivo efecto de los emplazamientos pragmáticos.    
En esta parodia de la realidad no hay dos voces coincidentes, nadie se pone de acuerdo con otro, hay tantas versiones y verdades como personas, una experiencia sustituye a la otra, la elimina, la borra, la tergiversa, la niega, la sataniza, y nos deja la extrañísima sensación de haber asistido a una obra de teatro, una fiesta de guignol donde todo era solamente un trucaje. La taimada querella entre Ingrid Betancur y Clara Rojas, autoras de sendos libracos que no se ponen de acuerdo, es una muestra expresiva que avala nuestro argumento. Observamos horrorizados como un nudo de falsedad va formándose alrededor de las historias narradas y exaltadas por los secuestrados, y empieza a poseer el oscuro grosor de la soga de un ahorcado.
¿Cuánta realidad existe en lo que sabemos del secuestro y sus mazmorras, tan dignas de las pesadillas del Bosco? ¿Nuestra indignación contra estos oprobiosos cautiverios coincide en algo con los hechos que discurren en la jungla colombiana, donde se confina cruelmente a los desafortunados que tropiezan con el último batallón de Stalin? ¿O toda la odisea contada, narrada, re-creada, es tan solo una interpretación libre de nuestro terror y también podemos acusarla de padecer irrealidad?  Son estas las ardorosas preguntas que nos trabajan y hostigan mientras entendemos que cada secuestrado participó en un montaje distinto donde lo único que nos queda claro, es que se encarnizó buscando ser la estrella y el protagonista.
El caso de Ingrid Betancur lleva impresas, de manera imborrable, las características de este ágape de la ilusión. La historia está llena, es cierto, de héroes que se transformaron intempestivamente en villanos, de santas que en realidad fueron damas más o menos mezquinas, de militares de alcurnia cantados en los libros y temidos en los campos, de grandes amantes a los que nunca acompañó el sagrado Eros y de gestas y epopeyas que no pasaron de ser masacres y triunfos groseros. Sin embargo, con la Betancur volvemos a padecer la estremecedora experiencia de comprobar cuán ausentes están las huellas tangibles de todos los prontuarios habidos en el mar de los acontecimientos.
Pero nunca aprendemos. Es como si la experiencia de siglos se resistiera a entrar en nosotros, como si frente al pecado original de la historia fuéramos perpetuamente vírgenes. Y así las cosas, la gran puesta en escena desencadenada por el secuestro de la antigua justicialista y candidata a la presidencia, ayer prospecto ideológico al que muchos habrían apostado y hoy “objetivo militar” del inconsciente colectivo, tiene todas las características de una fantasmagoría, o, algo aún peor, de una lección de fría y calculada dialéctica, un experimento de la desilusión y una revancha de la paradoja.
La activista colombo-francesa ha calzado todas las máscaras y se ha puesto todos los trajes existentes en los baúles del gran teatro de las representaciones: Diosa de la justicia, deidad de la  esperanza, santa digna de canciones míticas, estandarte de la dignidad, profeta, perjura, blasfema y por último mártir capaz de cobrar millones por escribir  best-sellers… Su breve y fantástica carrera pone en entredicho todos los lugares comunes, dinamita todos los clichés, pulveriza el sueño majestuoso de las buenas consciencias. Su caída a tierra, más estrepitosa merced a la fama es el gran símbolo, la alegoría perfecta de nuestra carencia absoluta de realidad. Ni un mendrugo hay en su prontuario que no pertenezca a las artes de birlibirloque. Ella es la gran prueba de laboratorio, el receptáculo y tal vez el conejillo de indias de nuestra infinita condición de volubles espectros: la cabeza exhibida para atemorizar y escarmentar a todos los inocentes que aún pueden creer en la transparencia de la verdad.
Gracias a esta extraña señora ahora sospechamos (preferimos sospechar y no saber nada a ciencia cierta) que el cautiverio no mata el cuerpo (al contrario lo fortalece) pero tal vez sí mata la poca bondad que nos fuera donada; que no crea entre sus desdichados súbditos filiaciones sublimes sino que engendra odios, fiera competitividad, oscuras pasiones, extraños delirios; que desarrolla en sus víctimas el más increíble de los egocentrismos, la vindicación más colérica del impetuoso Narciso y los adiestra para que, una vez escapados del gravísimo instante, utilicen su lancinante privilegio para mandar, para mentir, para alistarnos en las guerras más insospechadas, menos cívicas y más insensatas. Para que continúen, en fin, lanzándonos paladas de ilusionismo obsceno.