Primer cuento de Fabio Martínez

Un clarinete para Leyton
A Margarita Márquez Caballero
Sí, en el barrio nunca lo quisieron porque desde temprano perturbaba el sueño de los vecinos; ese instrumento de mierda –decían– debía metérselo por donde no le cabe. En casa de los padres le tuvieron compasión, por esto –entre otras cosas– la abandonó cuando apenas cumplió los diecio­cho años. En tres años trabajó un mes, trabajo temporal, el resto vacaciones forzosas. Estas fueron las condiciones que precedieron su relación afectiva con Violeta. No sé si aún viven juntos y en el mismo hueco. No sé si aún se aman...
     Leyton, contame en estos diez años qué has hecho, viejo; le decía al hombre de ojos brillantes que miraba por entre el marco de sus lentes de carey... Lo que no he hecho, querrás decir... Se reía y se tragaba un vaso de cerveza y se mojaba el bigote por puro placer. Con Violeta hacíamos el amor a toda hora, nos sobraba tiempo, el estómago era el que se sacrificaba; hoy es todo lo contrario hermano, me sobra el alpiste pero no me queda tiempo... Contame de la Viola, ¿todavía vivís con ella?
Aquí Leyton agachaba la cabeza como un ganso y se callaba. Leyton se negaba hablar de Violeta; sospecho que ya no viven juntos o que lo dejó. Y qué, contá y no me mirés con esa cara de culposo, viejo. Una vez la policía tocó a la puerta y casi nos arrestan por hacer ruido... Por qué, no jodás. Sí, mien­tras, yo le daba al clarinete Violeta hacía ejercicios de voz porque se le había metido en el coco que iba a ser la mejor soprano del continente... Y qué, me imagino que triunfó. No, hombre, no seas optimista y déjame contar. Enero, ilusiones de trabajo; Abril, cumpleaños sin torta pero con un vino barato que nos soltó el estómago; Junio, a broncearse en el patio de la casa; Agosto, nos lanzan a la calle con muebles, cocina y todo, pedimos asilo en casa de un amigo; Septiembre, llega Juan. ¿Te acordás de Juan, el Bebé de Rosemary? y me dice viejo Ley, le conseguí trabajo –y saltaba de la alegría como si eso fuera una fortuna–, ¡la banda de Benson necesita un clarinete! Entonces lustré los zapatos viejitos, acordate, los que sabían bailar y no se perdían un guaguancó triste de Richie y me presenté esa misma tarde donde Benson y sus muchachos; tú sabes, el viejo conocía mi oficio; solamente me dijo, aquí tiene su pala Leyton, sáquele brillo como a usted le gusta; eso sí, nada de droga, ¿eh? Me acerqué donde el secre para pedirle partituras pero éste me sorprendió; no, hombre, no hay tiempo para ensayo, esta misma tarde tenemos un compromiso; póngase el uniforme Leyton, que viajamos.
No me quedó otra alternativa que buscar un saco de solapas grandes, de botones dorados, celeste, y una camisa blanca de pechera almidonada. El cuello tenía costra. Cuando ya casi quedé arreglado tuve conciencia que el caucho del corbatín estaba roto. No tuve vergüenza para hacerle un nudo ciego y colocarme este peligroso aparato a la altura de mi delicado cuello.
Cuando salí, los músicos que apresuradamente empacaban sus instrumentos, hicieron un silencio que sonó con evidencia. Me miraron, hicieron comentarios sobre mí, con este uniforme me siento un payaso, pensé. En el bus luché por hablar con ellos, quería averiguar datos, si pagaban prestaciones, seguro de vida, seguro de muerte, en fin, quería averiguar si a Benson le interesaba un músico o un animal de carga. Pero lo que más me inquietaba era saber quién había sido el clarinete anterior y por qué razón abandonaba esta vacante tan codiciada entre la secta monoteísta de los músicos de la ciudad.
"Jack murió. Hace tres noches tocábamos un blues en El Casino cuando oímos que Jack se subía más de la cuenta; medio tono más arriba, quizás. Apenas terminamos Jack se acercó a Benson y le dijo, ¡excúseme, no puedo más!, y salió al baño. Allí vomitó, Benson le siguió, Jack abrazado al inodoro botaba pedazos de hígado por la boca y nariz, Benson le gritó, carajo, ¿qué te has bebido estúpido?".
...Jack salió del hospital dejando una huella colorada por la avenida. Para mí creo que a Jack lo mataron los gritos de Benson, chico; pero nunca digas nada, ¿eh?
Cómo así, Leyton, terrible. Espérate viejo voy al baño, pedí más cerveza –me dijo Leyton–, y se perdió.
Para Leyton el baño siempre había sido un subterfugio. Cuando terminó de acordarse de Jack le sentí los ojos mojados; no aguantó y se fue derechito al baño.
Tal vez allá, en el sitio más concurrido del mundo, piense a Jack, a Benson, a la Viola, se imagine él por allá en el sesenta y cinco tocando de lo lindo con el instrumento que dejó Jack cuando se aburrió de la vida y con el estómago inflado de aire.
A Leyton lo conocí cuando era un adolescente que creía en la economía del lenguaje. Siempre le oí que decía, para qué hablar si el mundo es sordo. Leyton tenía razón, hablaba con su instrumento, sonaba unas filigranas, unos garabatos, ¡por Dios!, tan hondos como si soplara con su alma.
Leyton regresó del baño; los ojos ya no lloraban. ¿Estás bien?, y le di unos golpecitos en la espalda; claro, me dijo y se rió ¿... acaso hace daño visitar el excusado...?
Me veía ridículo –continuaba Leyton– metido en un uniforme que además de haber sido de un muerto, me quedaba grande. Cuando bajamos, el trombón, un viejo grueso y simpático, me dijo:
a Jack sí le lucía, con asco tomé una de las solapas, sentí la grasa humana que Jack me había dejado; la olí, olía a muerto.
Jamás he olido un muerto, te lo juro, pero aquella vez sospeché su aliento... Qué obsesión, viejo Ley, y nos clava­mos la tercera cerveza de la tarde.
Al principio tocamos algo suave, tú sabes, la gente necesita calentarse. Luego tocamos duro, bebop, rock and roll, sonamos hasta una guaracha cubana de la época de Mella; ¿te acordás, hombre? la tengo en la punta de la lengua, y cada vez que tocaba me sonaba mejor el clarinete; estaba feliz, hermano. Claro, sospechaba... en este clarinete tocó el burro de Jack. Ob­servé la boquilla, estaba gastada en la parte superior. Jack apretaba mucho con los dientes, pensé y me dio fastidio. En el intermedio decidí revisar el instrumento; con tristeza descubrí que las llaves estaban llenas de lama en su parte inferior; pasé los dedos, los miré y quedaron teñidos con ese color bilioso propio de los muertos. Quería ver a Benson y decirle no más, que gracias, que ya no necesitaba el empleo pero Benson se había metido a un cuartico con una rubia. Ahora sí podemos tocar lo que queremos, dijo la trompeta sonriendo por entre los pistones y enseguida ejecutó un solo que me llevó a recordar a Sachtmo; no se aflija que a todos nos va a tocar lo mismo; no lo odie que Jack el burrito no sólo era un buen músico sino el mejor amigo. A ver, compa, toquemos a lo Goodman; no, mejor no ¿se acuerda de Bechet? Claro, cómo no los iba a recordar, si vos sabes que desde que toco los llevo adentro; claro, Parker, el pajarito, que se la pasaba viajando sin meta por los trenes sub­terráneos; Duke Ellington y Chanito Pozo antes de que lo matara una mujer... Claro, pidamos dos cervezas más viejo, viejo.
Leyton había cambiado desde la última vez que lo vi, cuando me llevó a conocer a su Violeta, pero la textura de su alma continuaba siendo la misma. Bueno, me habla de todo, pero nunca de Violeta; alude más al difunto Jack que a su propia mujer. Tal vez es que Leyton hoy en día ame más a los muertos que a los vivos; de todas maneras, es lindo oírlo hablar porque es como si estuviera hablando con su instrumento. ¡Ah!, le gustaban esos registros graves y sincopados, como si estuviera hablando un profeta desde el fondo de la tierra, ahhh...
Esa vez la última pieza que tocamos fue una cosa brasileña que se llama "Corcovado" de Antonio Carlos Jobim; apenas solté la última nota, la gente se me vino encima a abrazarme, figúrate viejo, a besarme... ponete a pensar la ridiculez... a pedirme autógrafos como si yo fuera la reina del aguacate. Ley, no jodás, hombre... A cargarme, la gente estaba loca, definitivamente; la policía intervino y yo allá arriba como un dios, encaramado en los hombros de un estúpido que gritaba: "¡Viva Jack! ¡Viva Jack, el mejor clarinete del mundoo!".
Cuando los uniformados lograron rescatarme, Benson sonriendo se me acercó, no importa, chico, la gente empieza a quererte porque eres como Jack; yo diría que eres el mismo Jack cuando tocas.
Con esas palabras casi me muero, te cuento; entregué el instru­mento como pude y tomé un taxi; a San Antonio, señor; sí, la doce por favor... No podía comprender que para ellos Jack no había muerto... ¿Me estás oyendo, viejo? Era muy tarde, amanecía cuando alcancé mi casa, entré y cuando prendí el foco vi a mi mujer desnuda; a un lado estaba Jack desnudo; sí era él, te lo juro. Jack "el Burro" porque se alimentaba de yerba; estaba quietecito, lo reco­nocí por el uniforme celeste, de solapas gigantes, los pantalones de prenses, el saco, el corbatín, todo. Estaban a un ladito de la lámpara que vos nos regalaste cuando me fui a vivir con ella; los zapatos, la camisa de pechera almidonada, todo viejo, y el muy canalla desnudo haciendo como si sedujera a mi mujer...
Esta vez Leyton lloró sin necesidad de esconderse en el baño. Lloró como un niño. Después, pagamos la cuenta y nos fuimos abrazados en dirección a un barcito iluminado. Allí sacó el pañuelo y con sus ojos negros y brillosos, me dijo: "Carajo, viejito, yo te amo tanto como a mis zapatos rotos". Y eructó cerveza.
Todavía no sabía que pensar de mi amigo Leyton. Sólo sentía que yo también lo amaba y para qué putas preguntarle si ya todo estaba dicho, ¿dónde está Violeta?

(Cuento publicado por primera vez en el Magazín Dominical de El Espectador No. 227, agosto 2 - 1987. Hoy hace parte del libro Fantasio. Cuentos para bailadores).