Divagaciones en torno a un país de mendicantes


Por Luis Alejandro Contreras*
Hoy he vuelto a pasar por el vetusto templo de San Francisco, uno de los escasos vestigios que testifican que nuestro pueblo, alguna vez, cultivó la memoria. Distan ya unos veinte años de la mañana en me topé con la Madonna de San Francisco y su niño entre los brazos, sentada o, por mejor decir, postrada en una esquina al margen de la iglesia. Entro al templo y me siento en la última banqueta a divagar y meditar, pero también a contemplar las imágenes crísticas y santas. Siento el aire denso y pesado. No han abierto el portal que da al Oriente, acaso por no dar entrada al sol o por prevenirse de una ciudad sitiada por escuadras de vándalos.
 Deambulo luego por sus pasillos. Me conmueve una imagen de la santísima trinidad, como no podría lograrlo el más locuaz y persuasivo de los clérigos de la iglesia. Dios padre, con una escuadra por aura, cetro plateado y globo azul sostenidos por mano y rodilla izquierdas; Jesus, con su corona de espinas, cruz soportada por el brazo izquierdo y llaga abierta en el hígado, coronando entre ambos a una Madonna cuyas manos se cruzan como dos espigas de gladiolo sobre su pecho, con la sonrisa de la media luna yaciendo ante sus pies y más abajo sostenida por una legión de querubines que se asoman desde una nube. Y un haz dorado cercando, a modo de guirnalda, una paloma blanca sobre su cabeza. Trinidad y Madonna lucen suspendidas en el aire y están enmarcadas dentro de un arco de luz mayor. Los rostros, divinamente acabados, dan una muestra de hieratismo y postración, y la mirada de la Madonna recorre mi médula espinal y eriza los vellos de mi cuerpo.
 Aunque mi interpretación diste mucho de las literales deducciones que suelen predicar los párrocos, siento como una conmoción ante la experiencia que comunica la contemplación del retablo. Me acusarán de pagano, pero allí la Madonna es como la madre que dicta concierto sobre todo lo creado. Tanto para dios padre, como para dios hijo y espíritu santo, representado en la paloma.
 Salgo por la vereda en donde contemplé, veinte años atrás, a la Madonna de San Francisco con el niño entre sus brazos y por quienes me vi impulsado a entonar unas estrofas siete años después, en señal de canto y alabanza y sumido, como estaba, en una suerte de memoriosa postración ocasionada por la derrota del espíritu (esto es, de mi espíritu). Lo que han visto mis ojos luego, a diestra y siniestra, es un tropel de mendicantes a quienes la piedad les fue extirpada. Muy cerca de la sagrada y marginada esquina que una vez ocuparan Madonna y niño, conversan -muy animadamente- un par de agremiados limosneros.
 Las cosas no parecen haber cambiado mucho en dos décadas, pero los mandarines de la hora han conseguido imponer un nuevo statu quo: han organizado la resignación.
 Camino hacia la plaza que tantas veces transité en el pasado y ¿qué me encuentro? Más filas de mendicantes. Ante ellos, un octogenario y desheredado volatinero despliega sus números circenses con improvisados instrumentos. Es un unicornio de la urbe, pues una liga de goma, trenzada alrededor de su cabeza, sujeta un diminuto vaso plástico invertido, allí, justo donde nacen los cuernos de unicornio. Porta sus aparejos en un bolso: un cilindro sintético sobre el que se incorpora en un pie; un bloque de madera en el que -dificultosa e increíblemente- horizontaliza su cuerpo sobre una mano, número que cierra dando un beso al suelo, no sin antes haberlo barrido con una raída servilleta y, finalmente, una pelota de goma que bate contra el suelo y ataja con una mano por la espalda. Terminada su función, se despide del público sin pedirle a nadie una moneda. Él, que no hace fila, el más paupérrimo de los hombres, un ser segregado en la senectud, no pide a nadie nada. Simplemente se aleja con una sonrisa embobada de inocencia. Algo me dice que ese anciano es la imagen recobrada de un pasado y una verdad ya perdidos.

Para enseriarme un poco dejo en claro que nada tengo en contra de que esa bruma, que la erudición bautizó con la palabra Estado, se “organice” con miras a atender al individuo. Lo que nunca he logrado comprender es por qué tiene este último que humillarse simulando la alegría, a fin de que le lancen un mendrugo de pan a sus enlodados pies.
 Agrego, para cerrar, las líneas que este servidor escribiera hace trece años, en memoria de la Madonna de San Francisco, no sin antes apuntar mi total apego a lo dicho por Ryokan:

Mis poemas no son poemas.
Cuando comprendas
que mis poemas no son poemas,
entonces, podremos hablar de poesía.

Nunca quise publicar las líneas que siguen, como no fuera en papel o, sin pretensión alguna, como añorara Whitman, cual hojas que se lleve el viento, pero tampoco he gestionado mucho para lograr alguno de esos cometidos. Así pues que aquí las entrego, ahora que -una vez más- Madonna y niño han asaltado mi memoria. En cierta manera, es como permitir que el viento las regrese hasta su casa…

*Poeta y ensayista venezolano