Una paloma para Esther Seligson

Por Marco Antonio Campos
La recuerdo como un resplandor en el mediodía de Jerusalén. Era la primavera de 2003. Yo daba un curso sobre Mito, historia y poesía en el México antiguo en la Universidad de Jerusalén.  Desde hacía tiempo ella vivía allí. Yo no la conocía personalmente. Por más que trato no ubico con precisión el primer momento cuando nos vimos, pero ese primer momento sirvió para hacer planes y conocer la Ciudad Vieja y el centro de Jerusalén, que ella, como el escritor y profesor de la universidad Nahum Megged, conocían como pocos, y como Nahum Megged, Esther tenía, pese a andar ambos en los sesenta años, unas piernas ligerísimas, unos pies de viento.
Fallidamente intenté caminar varias veces la Vía Dolorosa y una ocasión con Megged casi lo conseguimos... pero recorriéndola al revés. Empezamos por la Puerta de Jaffa, del barrio cristiano, en vez de la Puerta de los Leones, del barrio árabe. Como se sabe, la Ciudad Vieja jerosolimitana se divide en cuatro barrios: el árabe (no sólo el mayor, sino de una vívida animación constante), el cristiano (poblado sobre todo por árabes cristianos), el armenio (pequeño y silencioso, limpio y pobre, pero de una belleza melancólica donde parece haberse detenido el tiempo), y el judío (el más rico y modernizado y donde se halla el Muro de las Lamentaciones).
Un día de principios de junio Esther me telefoneó al hotel. “Ya tengo la ruta exacta”, dijo. Amablemente me recogió, tomamos un taxi y entramos por la Puerta de los Leones. Ese año, el siguiente del inicio de la Guerra de Irak, en Jerusalén se respiraba alta tensión y alta violencia. Al guiar, Esther era extremadamente cuidadosa con sus acompañantes no judíos buscando evitar para ellos confusiones peligrosas, y llegaba al grado, como para hacer esa vez el trayecto, de colgarse una cruz en el cuello y desde luego ponérmela a mí.
Una a una fuimos recorriendo las catorce estaciones, es decir, cruzando de hecho todo el barrio árabe y buena parte del cristiano, e iba yo leyendo en voz alta al mismo tiempo las referencias en los Evangelios, y a mí me parecía vivir –no importa dónde empiecen en los Evangelios la leyenda o la realidad– aquella jornada de viernes de hace más de 2 mil años. Pausada, minuciosamente, hemos de haber recorrido la Vía en dos horas y media o tres. Para mí los meses vividos en Jerusalén fueron una experiencia única e irrepetible, y dos de esas experiencias inolvidables fueron la visita a la Galilea y el recorrido con Esther de la Vía Dolorosa.
Otra vez Esther me mostró rincones y vericuetos  del centro moderno de Jerusalén, el cual, desde entonces, ya no vi de la misma manera. Siempre tenía la delicadeza de llevarme un pequeño regalo cuando nos veíamos y una vez, cuando le dije que ya era inevitable que contrajera una gripa, me advirtió: “¡No tomes nada con química!” Me llevó unos productos homeopáticos; la gripe nunca llegó. Le gustaba pensar que tenía algo de hechicera.
Esther tenía una herida abierta –creo que nunca llegó a cerrarse– y fue el suicidio de su hijo, el cual buscó desahogar en un libro de poemas y en prosas breves. Era un tema que al tocarlo la hacía aparecer delicada y frágil. La corona de oro se volvía una corona de espinas.
Después de mi regreso de Israel a fines de junio  sólo nos telefoneamos pocas veces –de México a Jerusalén o viceversa o cuando venía a México– y la vi brevemente en dos presentaciones de sus libros: una, en la Casa Refugio en Ciudad de México, y otra en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Cuando una gente querida muere, se vuelven más tristes los desencuentros, los olvidos, la lejanía,y se piensa que se pudo hacer algo más y algo mejor por ella. La paloma de Esther se fue con el viento hacia el lugar de donde no se vuelve, pero queda en mí –quedará siempre– como un resplandor en el mediodía de Jerusalén.
*Poeta y ensayista mexicano