Sylvia o la fuerza de la naturaleza

Por Hellman Pardo

Cuando se suicidó, Sylvia Plath rondaba los 30 años. Imagino a Ted Hughes, su ex-esposo y también poeta, sosteniendo su delgado cuerpo asfixiado, buscando entre el desorden de la casa alguna manta que cubriese el vacío de su muerte. Imagino del mismo modo a Frieda, su hija de tres años, abrazándola sin comprender del todo por qué su madre no la despertó aquel 11 de febrero de 1963, como solía hacerlo todas las mañanas, a prepararle los pancakes al desayuno en su pequeño departamento de Londres. Dicen los psiquiatras que el suicidio es, entre otras cosas, una manifestación de inseguridad para sobrellevar la existencia revelada. La humanidad, entonces, está limitada a regocijarse con los placeres terrenales y, en sumo equilibrio, a resistir los dilemas del mundo. Sylvia quizá no advirtió la vida de la misma manera. Para ella, vivir se dividía en dos estadios; en el primero, fungía como una mujer devota a sus hijos, entusiasta, dinámica en su literatura; en el segundo, (y es allí donde exterioriza su trastorno bipolar) se consideraba una muchacha incompetente, baldía, cuyos versos no lograban siquiera inquietar a las moscas, según sus propias palabras. Poeta y mujer en un solo cuerpo, no vio la claridad y la verdadera belleza en el simple hecho de existir. Cuán difícil le resultaría verse sola con sus dos hijos a finales de Octubre del año 62, fecha en que Ted le abandonó. Cuán difícil le sería el soportarse a sí misma, el no lograr escribir algún poema que le significara algún atisbo de grandeza. Ya tenía cierto reconocimiento en los Estados Unidos, y algún nombre en Inglaterra. Pero Ted Hughes lo era todo para ella. Siempre. Desde el día mismo que le conoció, conoció con él la permanencia del amor y la seducción.

Sylvia dejó su último libro, Ariel, en el escritorio principal para que Ted lo hallara e hiciera lo posible para que la obra fuese publicada de cualquier manera. Ariel empezó a ser escrito días después de que Hughes la dejó, cuatro meses antes del suicidio, en un impulso de enorme lucidez poética. Tal episodio me recuerda a Alfred de Musset, el gran poeta francés, que sólo escribía poemas prodigiosos después de que le destrozaran el corazón. Sylvia siempre se quejaba de su sequía para escribir. Pues bien, necesitó ese golpe que le representó la separación con su esposo para dejarnos un libro verdaderamente extraordinario. En sus diarios publicados póstumamente en 1982, bajo la tutoría de Hughes, Sylvia manifiesta, después de publicar su primer libro, el poemario Coloso: “estoy fastidiada, inmovilizada, detenida. No llega el correo. No me han aceptado nada desde el primero de octubre. Y he mandado montones de poemas y relatos”. Yo le respondo humildemente a Sylvia, que sí, que ha llegado el correo, que han aceptado publicar todos tus poemas y relatos, incluso esa novela febril a la que le dedicaste tres páginas diarias llamada La campana de Cristal.

Pocos tienen el talento descomunal de Plath, salvo algunos casos, entre los cuales contamos a Rimbaud, Dickinson, Trakl, verdaderos hacedores de la palabra esencial. Estoy convencido, sin asomo de duda, que no tengo el talento de Sylvia, y no escribiré una obra majestuosa como Ariel. Pero tengo a Laura, mi hija, la Frieda de Sylvia Plath. Aquella pequeña mujer de sonrisa graciosa y espontánea es suficiente para asirme de varias ramas en el relámpago absurdo que resulta a veces, sólo a veces, la vida.

PALABRAS

Hachas después de cuyos golpes los sonidos del bosque

Y los ecos!

Ecos viajando

Lejos del centro como caballos.

La savia

Derramándose como lágrimas, como el

Agua al esforzarse

Por re- establecer su espejo

Sobre la roca.

La que chorrea y cambia

Su calavera blanca,

Comida por las verdes cizañas.

Años después

Las encontré en el camino.

Palabras secas y sin jinetes

De infatigables y ligeros-cascos

Cuando

Desde el fondo del estanque, las fijas estrellas

Gobiernan una vida.

(Versión de Raúl Racedo)