Primer cuento de Ricardo Cano Gaviria

Cuando pase el ciego

“Un hombre sin medidas estaba caminando, solo, a través de la noche”.
Gabriel García Márquez

Tantas veces lo hemos visto recorriendo el pueblo que ya ni lo notamos. Su presencia es tan natural como las casas de aspecto ruinoso que hay en el parque, y también como la única cosa bella que hay en San Ignacio de las Soledades: el jardín de Melba (la vieja que siempre nos dice, juntando las manos piadosamente, “Dios y las flores no más”), en el que hay más rosas que de todo. Sí, decía que ya ni lo notamos, aunque también es cierto que muchas veces echamos de menos el silencioso y repetido golpeteo de su bastón sobre las aceras, un ruido que casi siempre nos incita a salir a la calle para gritarle algún insulto (ciego cacao, ciego podrido, ciego desculao), solo para ver cómo se para y nos devuelve el insulto agitando su bastón en el aire,  dirigiendo su rostro hacia nosotros como si nos viera.  Ya que, como todo el mundo sabe, a los ciegos los oídos les sirven para escuchar y también para simular que ven como cualquiera de los humanos. Pero hasta ahora no hemos pasado de eso aunque por las noches soñamos muchas veces con el ciego, como si el hecho de que él no nos vea nunca significara  que  nosotros tenemos que verlo siempre en nuestros sueños. Es algo que no nos agrada y que a todos nos deja muy intranquilos.
En San Ignacio de las Soledades hace dos años cerraron la única escuela que había. Por eso (no lo dudo) hemos podido formar la pandilla, y también debido a la modorra de nuestros padres. No se debe pensar por supuesto que nosotros, apenas cinco, somos los únicos niños en San Ignacio de las Soledades. Lo que pasa es que a los otros niños en sus casas no los dejan salir a cometer fechorías. No sé si cometer fechorías es la condición para que un grupo pase a ser una pandilla o mejor que a cada uno le guste algo en especial, y tenga un sobrenombre de acuerdo a eso. Así yo me llamo Melbo porque me gustan tanto las flores que a veces hasta me las como, Marlene se llama Aplanadora porque le gusta aplastar las frutas que se caen y la hojarasca, María se llama Ojerosita porque vive con los ojos hinchados de tanto llorar, Pedro se llama Barragán creo que por la cara de malo que tiene aunque también le gusta comer tierra, y a Jorgito lo llamamos Fifí por lo delicado que es. Pero lo más  raro es que el grupo de las niñas nos domina, porque ellas son más fuertes que nosotros. La sola Aplanadora podría derrotarnos a todos, tanta fuerza tiene, y creo que eso se relaciona  de algún modo con su maldad interior. Es a la que se le ocurren las cosas más raras: hace poco que se robó uno de los copones de la Iglesia, para cantar su propia misa según ella misma  dijo, y además el otro día agarró a un pobre pajarito (era un petirrojo) y delante de todos le pinchó los ojos con un alfiler y luego lo soltó. A Fifí y a Ojerosita se les saltaban las lágrimas al verlo. Como el pajarito con sus ojos sangrantes (estaba igualito al ciego) se chocó contra el viejo árbol que hay en el centro del parque, y se cayó al suelo, entonces ella comenzó a chutarlo como se hace con las pelotas de trapo al jugar a los goles, y cuando el pajarito se quedó quieto de lo aporreado que estaba se le paró encima dejándolo convertido en una masa asquerosa de plumas, sangre y polvo.
Nadie es tan loco como ella, que tiene catorce años, en San Ignacio de las Soledades, y creo que nunca siente ningún remordimiento aunque luego de cometer sus fechorías se queda callada, quieta y pensativa. Supongo que por miedo todos la seguimos en lo que nos dice aunque sea tirarle piedra al policía, el único que hay en San Ignacio de las Soledades. Pero a pesar de su arrojo nunca ha podido descubrir el lugar donde vive el ciego, de dónde viene ni adónde va el ciego. Lo hemos seguido con ella horas enteras, hasta quedar rendidos. De tal modo que ahora pensamos que el ciego hace por la noche lo mismo que durante el día: caminar. Y tampoco lo hemos visto comer o defecar, cosa que le une en cierto modo a los santos de la iglesia porque, ¿quién más podría parecerse a un ciego que los santos de la iglesia? Tantas veces hemos soñado con el ciego: el ciego pegándonos con el bastón, el ciego (cómo una vez el cura con Barragán) enseñándonos sus partes, el ciego dándonos la bendición como si fuera un santo.
Pero nada más feo que el ciego, ayer, bebiendo el agua bendita en la pila de la Iglesia de San Ignacio de las Soledades. Yo no pensé en que era pecado hacer eso pero lo que más me repugnó fue pensar en lo sucia que era el agua. Imagínense: manos y manos de viejas camanduleras dejando su mugre allí. El ciego es asqueroso, tan asqueroso como esa cosa verdosa y blanda que destilan las cuencas de sus ojos. Por todo eso creo que desde ayer he comenzado a odiar al ciego, y no sé lo que los otros de la pandilla piensan ya que sólo los vi reír y escupir. Nunca le hemos tirado nada al ciego pero yo creo que con lo que hizo ayer ya estaría más que justificado. A mí me gustaría por ejemplo apedrearlo, aunque nadie más, según creo, sería tan malo para querer eso en San Ignacio de las Soledades, salvo el polvo de la calle, que sin duda estaría de acuerdo con que lo hiciéramos... Sí, el polvo de la calle, esa mierda de polvo, que se vuelve con el tiempo más amarillo y fino, ¡esas mierdas de calles, las calles empedradas y llenas de polvo de San Ignacio de las Soledades! Basta pisarlas y el polvo se levanta como si se irritara, lo que a mí me recuerda a las adormideras cuando se cierran. La cal sucia de las paredes de las casas se descascara, y Barragán arranca pedazos de pared y los prueba como si fueran pedazos de bizcocho, lo cual indica que se está poniendo nervioso. Pero yo no puedo reprocharle eso ya que si a él le gusta comer tierra y dice no soportar los olores de Aplanadora y Ojerosita, cuando más bien se muere de ganas de sentirlos, a mí me gusta comer flores, sobre todo rosas. Con este calor cualquier cosa es posible y natural, y mucho más con al ciego: ya que todos sabemos que el ciego no ha pasado todavía y que por aquí pasará dentro de poco el ciego, levantando el polvo con su bastón y su leve caminar de ciego que va y viene y que es el único ciego que hay en San Ignacio de las Soledades.
Entonces nos sentamos en el suelo y yo digo “va a pasar el ciego” y nosotros, los únicos que estamos unidos para algo en este pueblo solitario (el único que conocemos, pero yo creo que hay pueblos que no son como éste), nos ponemos a pensar que ya viene el ciego. Me da miedo decir lo que me gustaría hacer esta vez cuando pase el ciego y creo que es mejor esperar a que a alguno se le ocurra algo parecido. El sol es tan fuerte que me veo obligado a pensar en que algo tiene que ocurrir cuando pase el ciego. Aplanadora se levanta y nos dice “ya vengo”. Todos pensamos entonces que ella tiene ya la solución para escapar de esta quietud pegajosa aprovechando que muy pronto va a pasar el ciego, y a medida que el tiempo transcurre nos vamos poniendo lo que se dice preocupados, ya que el ciego podría llegar de un momento a otro. Casi le rezamos al diablo que nos asiste en nuestras fechorías para que haga que Aplanadora se apresure, y entonces ella aparece al fin con una larga cuerda en la mano, por lo cual reímos y brincamos de alegría. Ella tiene un aspecto callado y ceremonioso, como si fuera algo muy serio lo que  vamos a hacer. El sitio, cerca de la esquina, es tan solitario como se precisa para que nadie nos moleste. Las casas permanecen como siempre, con sus ventanas y puertas cerradas, ocultando en su penumbra la molicie de unos habitantes que sudan, duermen o simplemente se miran el ombligo. Por eso tenemos toda la libertad para ser malos en este pueblo en donde nadie es malo ni bueno, y el diablo anda suelto por las calles, porque todos están como muertos. Aplanadora ata una punta de la cuerda a una piedra, casi a ras de suelo y al otro lado de la cuerda nos hacemos todos, juntos como siempre y muy callados hasta que el ciego pase y se caiga ya que nosotros jalaremos oportunamente de la cuerda.
Nos ponemos a esperar y algo muy delicioso hay en el hecho de estar juntos esperando que pase el ciego, estar apretujados como si nos defendiéramos de algo, oliendo nuestros propios sudores (a ninguno de nosotros a pesar del calor le gusta el agua), y escuchando a Barragán mascar sus pedazos de tierra y sorberse los mocos ruidosamente.  Todos le hacemos «chisss» cuando creemos que ya va a pasar el ciego. Luego lo imaginamos en ruta a tres, a dos, a una cuadra, y a punto de doblar la esquina, pero no, todavía no. Barragán también acaba por quedarse callado, y casi llegamos a escuchar nuestros corazones, latiendo uniformados, como si fueran un mismo corazón. Siento miedo y placer a vez y me parece que a todos les pasa igual. Miramos la cuerda relajada, como una larga serpiente que atraviesa la acera por entre las piedras y el polvo, imaginándonos sobre todo cuando esté tensa y el ciego se caiga. Entonces pienso que pronto va a pasar el ciego y enseguida que no, que esta vez no va a pasar el ciego porque a lo mejor ya sabe que lo estamos esperando, o incluso que si va a pasar pero al hacerlo nos descubrirá con su oído tan fino, que le permitirá escuchar nuestra presencia. Me imagino al ciego verdaderamente enfurecido golpeándonos con su bastón, y tiemblo de pánico. Aplanadora me mira y se sonríe, como si se burlara de mí, de mi cobardía, pues mi miedo debe reflejarse en mi cara. Y en esas el ciego aparece en la esquina, tanteando como siempre con su bastón, y sin duda  todos pensamos aterrados que si estiramos la cuerda antes de tiempo va y la descubre y no se enreda en ella como queremos que se enrede. Ya está muy cerca de la cuerda que sigue relajada y casi veo al ciego desatando su cólera, su cólera gargajienta e inútil sobre nosotros, eternamente siguiéndonos y maldiciéndonos por las calles de San Ignacio de las Soledades, pero Aplanadora tira de la cuerda en el momento preciso haciendo caer al ciego en una pequeña nube de polvo amarillento. El ciego dice cosas que no se entienden (sin duda son maldiciones), y sin levantarse, palpando el suelo con la mano, intenta recuperar el bastón, pero antes de que pueda hacerlo todos nos lanzamos sobre él gritando como locos. Luego, cuando intenta arrastrarse, le caemos encima y lo tendemos boca arriba, y así podemos ver su cara arrugada y sucia bajo el sol, y queremos como acabar con él, por ser tan feo y tan débil. Aplanadora lo inmoviliza con su peso, y entonces el ciego casi aúlla al sentir sus ojos y su cara golpeada por nuestros zapatos, su rostro barbudo y arrugado y todo su cuerpo, porque somos cinco dándole patadas, y llevados por nuestra rabia sentimos sus huesos plegándose y crujiendo como bisagras viejas, como la maleza que se amontona en el verano. Fifi lo golpea en el pecho con su propio bastón mientras Barragán lo hace en las rodillas con una piedra, y Ojerosita le echa polvo por las narices y la boca, por entre sus dientes podridos, para que no grite y reciba su castigo quieto, sin aullar.
No sé cuánto tiempo estamos bailando alrededor de él, enloquecidos, pateándole la cabeza y el cuerpo, hasta que el ciego se va quedando inmóvil y nos damos cuenta de que el policía, el único policía que hay en San Ignacio de las Soledades (así como el ciego es el único ciego) nos está mirando (seguramente desde hace ratos) en la esquina de allá, pero sin inmutarse, los brazos cruzados, como si disfrutara en el fondo con lo que hacemos. Nos sentimos mirados y descubrimos que ese cuerpo amoratado que seguimos golpeando ya no sólo para nuestra felicidad sino posiblemente también para la del policía, se ha quedado completamente quieto. Sospechamos lo que tal vez ha ocurrido y yo pienso que si eso pasó fue porque el maldito ciego era demasiado  débil, pues nosotros solo queríamos jugar con él, sin hacerle daño, y todo se acaba de poner feo cuando Fifí comienza a llorar asustado de lo que tiene ante sus ojos, eso que ya dejó de ser el ciego de San Ignacio de las Soledades y que pasó a ser sólo cualquier carroña amoratada y sucia. Fifi berreando el policía se acerca, me parece que está sonriéndonos, y todos nos alejamos un poco, casi hasta la esquina, para ver desde allí lo que el policía hace con el ciego, ya que según parece no piensa ni regañarnos. Seguramente sólo quiere quitar eso de allí, para evitarle a alguien la penosa tarea de enterrar eso que era el ciego en el patio de su casa. Sí, el policía busca un sitio por donde agarrar eso que era el ciego sin ensuciarse de él, y encuentra la cuerda y se la amarra de los pies. Luego empieza a tirar arrastrando eso que dejó de ser el ciego hacia el parque de San Ignacio de las Soledades, donde un perro huele eso que dejó de ser el ciego, y lo sigue oliendo luego junto con otros perros que vienen a lo mismo, formando una especie de cortejo, y luego pasamos por el jardín de Melba, y yo me meto en él para coger una rosa y empiezo a comérmela. Nosotros vamos con cierto recelo a unos veinte  pasos del policía que arrastra eso que ya no es el ciego, y Fifí llorando parece como que fuera al entierro de su padre, y quizás la poca gente que se asome para vernos pasar creerá que el ciego se murió solo (aunque sería difícil pensar en eso dado su estado lamentable), y como no tenía familiares seguro todos estarán de acuerdo en que lo echen al río y no lo entierren en el cementerio, y Fifí llora que llora, el policía arrastrando eso, detrás casi todos los perros que hay en San Ignacio de las Soledades... 
Entonces pienso que acabamos con el ciego y que ya no habrá más ciego aquí, en San Ignacio de las Soledades, y vuelvo en mí con sobresalto; lleno de sudor salto de la cama, corro descalzo hasta la ventana, por la que saco mi cabeza de niño malvado y asustado y compruebo que ese golpeteo es en efecto el de su bastón, porque allá al comienzo de la calle está otra vez el ciego, caminando solo en medio de la noche, el ciego de siempre, nuestro ciego, el ciego de San Ignacio de las soledades.

*Publicado por primera vez, en una primera versión, y con el título “El ciego”, en Catorce cuentistas –colección premio-, Casa de las Ameritas, Cuba, 1969.