La peligrosa Rosario


La mafia y el hampa sicarial continúan desplegando una estelaridad equivoca, un protagonismo repelente y abyecto, en los canales de televisión colombianos, dedicados, según postulan sus voceros, a denunciar los trágicos finales de los malos muchachos, pero no sin antes haberse regodeado y lucrado durante meses enteros retratando sus vidas, a veces cómodas, con frecuencia  tempestuosas en el origen,  pero siempre “singulares”, llamativas y lujuriosas. ¿Y qué importa una mala muerte frente a una gran vida? Tal es la respuesta que, seguramente  escucharíamos en las barriadas de las grandes ciudades o en las mansiones guachafas de los gerentes de  producción de nieve, vapuleados los unos por una cotidianeidad cruel  sin mucha opción, y obnubilados los otros por la realidad gozosa de sus inverosímiles finanzas.
Es increíble que sigan apareciendo series y melodramas con esta miserable temática, y que los modismos, las ocurrencias, las reacciones y, en suma, la patología temible del lumpen, se encuentre de moda y sea parte fundamental del espíritu social, y referente y arquetipo teatral de muchos actores, especialmente los más juveniles, improvisados y mediocres; y también asombra y preocupa que este recurso inescrupuloso sea bocatto di cardinale para muchos creativos, realizadores y libretistas. Aquí ya lo habíamos dicho: eso se llama traficar narcotráfico. Y no es que posemos de preceptos moralistas. El problema es de la hondura con que se afronte el problema del mal como lo demuestran Bataille, Pasolini y Sade
Un caso digno de estudio es el de Rosario Tijeras. Nacida de la imaginación del escritor antioqueño Jorge Franco, esta pequeña novela pasó de la timidez y la discreción de sus primera ediciones a la estrepitosa fama y el boato que le dona el cinematógrafo a las obras literarias, metamorfosis ambigua que seguramente es muy difícil rechazar, y por la que han pasado, casi siempre para su infortunio, Cervantes, Kafka, Kundera, Sthendal, Proust, Fitzgerald y hasta el temperamental, hereje y obsceno James Joyce. Una crítica a favor del libro en el periódico el Tiempo, escrita por el  gurú de las columnas populares, Enrique Santos Calderón, la puso en la mira de los perseguidores de novedades literarias, recién vio la luz a mediados del año 1999. Hasta ahí la cosa era normal, pero después arribó la adaptación al cine, protagonizada por la  eclipsante y sugestiva Flora Martínez, y entonces la sicaria mordaz y oportunista escapó del reino de la tinta al del celuloide con pasos triunfales. Sin embargo, ni Flora Martínez pudo esconder la pobreza de esta trama, por lo menos en su adaptación fílmica: muestrario –o bestiario-  de Neorrealismo cursi e impostado, una híbrido de Corín Tellado y Dashiel Hammett, una simboisis de Vittorio de Sica  y Fernando Gaitán, de Amores perros y Cuando las colegialas crecen. Y si se tiene en cuenta de que el modelo representado por esta heroína no es muy ejemplar que digamos, el trasfondo del asunto se complica. Habitamos un universo filtrado hasta el tuétano por la corrupción y la más cruenta violencia, donde existe hace tiempo un Olimpo erigido a los mitos y las iconografías Camp de la mafia, y alimentar esta tempestuosa hoguera no parece una idea muy benéfica, sino un eslabón más del gran negocio, otro de sus tentáculos mortíferos. Hace poco, en un colegio de Medellín, una chica de apenas catorce años fue sorprendida con un expresivo revólver entre su maletín: la vida copia el mal arte y la mala literatura, y ya en los barrios sub normales empiezan a aparecer los remedos de Rosario Tijeras.
Tal vez fue el gran maestro del guión Jean-Claude Carriere –el escritor de cabecera de Don Luis Buñuel- quién dijo que, cuando una novela o una obra de ficción es adaptada rápidamente al cine o la televisión, está es una gran noticia para los cinematografistas y una pésima noticia para el escritor del artificio. Pues bien, aunque el dinero que debe haber recibido por las adaptaciones de su novela no debe ser pírrico, no sabemos qué tan contento se encuentre el autor de Rosario Tijeras. El cine y la televisión le han arrancado de las manos a su primogénita, la han deformado, violado y ultrajado hasta el cansancio, convirtiéndola en un producto de consumo y en una heroína barata que le presta un flaco servicio al universo de la imaginación.
Digámoslo sinceramente: Rosario Tijeras es el personaje más detestable, repelente y equívoco de la historia de la literatura colombiana… o por lo menos del cine.