José Saramago: La moral insurrecta (fragmento)

Por Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio
La tribu sensible ha quedado huérfana. El pasado 18 de junio en la isla española de Lanzarote murió José Saramago quien había nacido en Azinhaga Portugal en 1922; y le fuera otorgado el Premio Nobel de Literatura en 1998, único concedido a un escritor de lengua portuguesa.
La globalización, el fracaso del capitalismo, la incomunicación, las servidumbres de la contemporaneidad, son algunos de los temas tratados con este soñador que incesantemente propuso en su fértil existencia la renovación de la utopía y que siempre se obstinó en imaginar una oportunidad para lo humano en la Tierra.
Autor de: Manual de pintura y caligrafía (1977), Alzado del suelo (1980), Memorial del convento (1982), El año de la muerte de Ricardo Reis (1985), La balsa de piedra (1986), Historia del cerco de Lisboa (1989), El evangelio según Jesucristo (1991), Ensayo sobre la ceguera (1996), Cuadernos de Lanzarote (1997), Todos los nombres (1997), La caverna (2001), El hombre duplicado (2002), Ensayo sobre la lucidez (2004), Las intermitencias de la muerte (2005), El viaje del elefante (2008) y Caín (2009).
La siguiente lúcida conversación con el gran escritor portugués fue realizada en Bogotá para el No. 14 de la revista Común Presencia durante su visita promocional de la novela La Caverna y la reproducimos aquí en su totalidad para el placer de todos los confabulados.

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La noche del jueves 22 de febrero mientras dos mil personas escuchaban al último (¿al primero?) de los seres humanos en el teatro Jorge Eliécer Gaitán de Bogotá, afuera bajo un aguacero torrencial setecientos admiradores que no lograron ingresar gritaron arengas y golpearon las puertas doradas con paraguas, llaveros y monedas, permaneciendo durante más de una hora amotinados bajo el inclemente clima, con la esperanza de que la severa administración cediera a su clamor y les permitiera compartir con este premio Nobel portugués las horas tan esperadas de su crítica lúcida y de su sabio cinismo.
El mitin se fue haciendo más ruidoso y aunque el propio Saramago se solidarizó con los frustrados fanáticos, no sólo se les negó el acceso sino que se decidió acudir a la policía para dispersarlos. Vimos a estudiantes, senadores, figuras de la vida pública, colegialas de uniforme a cuadros, mimos e intelectuales, desplegando su furia por la prohibición de entrar. La multitud continuó creciendo mientras por los corredores posteriores, un grupo de elegantes señoras que golpeaba con sus joyas decidió quitarse los zapatos y todas sus prendas de material sonoro con el propósito de lanzar su postrera acometida. Infructuosamente se cantaron consignas, se tocaron canciones en clave morse y se promulgó el derecho a escuchar a quien es reconocido como uno de los más fervientes difusores de la libertad. Luego una horda de bellas mujeres sacando sus lápices labiales pintó en el techo y las paredes mensajes de amor para este incansable renovador de utopías, que dijo lo que todos queríamos oír y que despertó las pasiones más exaltadas entre sus obsesivos lectores colombianos; dejando coloridos graffitis que sólo pretendieron testimoniar la necesidad de su fuerte presencia entre nosotros: “Amado Saramago, La tribu sensible presente, Saramago quédate en Colombia, Saramago mago...”

Así le narramos lo ocurrido afuera del teatro Jorge Eliécer Gaitán dos días antes durante su presentación y sonriendo al escuchar la pequeña crónica dijo:
Tendré que volver. Sin embargo no me explico el fenómeno de tan desmesurada convocatoria, no soy un cantante de rock y tan sólo expreso lo que por el miedo o la sumisión está proscrito. Aclaro que siempre he sido marginal, y aunque tal vez piensen que un escritor con mis reconocimientos no puede serlo, soy un ser en contravía. Alguien que no se conforma con conocer el dolor sino que necesita denunciarlo, una persona que a pesar de los horrores que inventó el siglo XX todavía sueña con dignificar el porvenir. Debemos propiciar todo el escándalo social posible para mejorar la vida, emprender una insurrección moral, étnica, humana.
Hace poco usted estuvo en Angola, presentando alguno de sus libros, exactamente en Luanda —no en Londres, ni en París o Nueva York, lo cual es admirable—, y allí dijo algo conmovedor: «Vivimos una sociedad excluida, fragmentada, que hace que cada día desaparezcan especies animales, vegetales, lenguas y culturas, y si no tomamos precauciones convertiremos muy pronto a la Tierra en un desierto».
—Todos los años exterminamos comunidades indígenas, millares de hectáreas de bosques e incluso innumerables palabras de nuestros idiomas. Cada minuto extinguimos una especie de pájaros y alguien en algún lugar recóndito contempla por última vez en la Tierra una determinada flor. Konrad Lorenz no se equivocó al decir que: somos el eslabón perdido entre el mono y el ser humano. Eso somos, una especie que gira sin hallar su horizonte, un proyecto inconcluso. Se ha hablado bastante últimamente del genoma y al parecer lo único que nos distancia en realidad de los animales es nuestra capacidad de esperanza. Hemos producido una cultura de la devastación basada muchas veces en el engaño de la superioridad de las razas, de los dioses, y sustentada por la inhumanidad del poder económico. Siempre me ha parecido increíble que una sociedad tan pragmática como la occidental haya deificado cosas abstractas como ese papel llamado dinero y una cadena de imágenes efímeras. Debemos fortalecer, como tantas veces lo he dicho, la tribu de la sensibilidad... ¿Para qué construir grandes autopistas, transbordadores espaciales, o enormes rascacielos cuando aún no se ha solucionado el problema elemental del hambre?
Usted cita con frecuencia la frase del heterónimo de Pessoa: Ricardo Reis, protagonista de una de sus más reconocidas novelas: «Sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo...»
—Sí, pero no estoy de acuerdo con esa frase que durante años ha sido para mí una contradicción. Después de Hiroshima, de los campos de exterminio y de las múltiples guerras imaginadas por el hombre, que nunca se fatiga de improvisar el horror, ¿cómo creer que es sabio contentarse con el espectáculo del mundo? Cuando decidí escribir La muerte de Ricardo Reis para completar la biografía de este personaje, de quien Pessoa jamás dijo que había muerto, quise resolver un conflicto que tenía con aquel poeta que produjo una influencia gigante, terrible, sobre toda la literatura portuguesa, y cuestionar su inocente sentencia. Hoy sólo espero que piensen que he sobrevivido a su sombra.

La versión completa de la entrevista está publicada en el libro Grandes entrevistas de Común Presencia, Colección Los Conjurados, Bogotá, 2010.

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