LAS TRISTES MAYORÍAS
La proximidad del torneo electoral, puesta en escena y versión libre del clásico de la literatura francesa Gargantúa y Pantagruel, si se tiene en cuenta que la gula insaciable, el espectáculo rapaz y la necesidad enfermiza de devorarlo todo, características de nuestros políticos, los convierte en gráficos pares de los delirantes hijos de Rabelais, nos llama a pensar nuevamente, y tal vez a tiempo, en el tema de las mayorías, esas hordas tan evocadas y alabadas por el discurso oficial, cuyo aporte es sustancial siempre que llegan los comicios. Son las inclasificables mayorías, las que, por la fuerza bruta de la asociación multitudinaria, legitiman idearios e ideologías, y sin cuya intervención no habría ni triunfo ni destino histórico, ni se habrían dado colosales desafueros como el franquismo y el fascismo; pero en definitiva nadie sabe ni que son, ni que sienten, ni que piensan, ni dónde están, y ni siquiera si de verdad existen, o son sencillamente una superchería.
Las mayorías están en todas partes y en ninguna. Lo que piensen o sientan, o sean, el lugar donde habiten y vivan sus pequeñas, frágiles e insustanciales vidas, en realidad importa muy poco, y no conocemos el primer poderoso que en la intimidad de su hogar, frente al fuego de su chimenea, les regale un pensamiento. Ese poderoso no conoce su rostro, porque las mayorías carecen de rostro humano, siendo una abstracción, una masa de cabezas que se amontonan y de manos que aplauden, unos números, un aval que no se puede eludir, un fastidio necesario. Al poderoso no le interesa saber quienes conforman esas mayorías, siempre y cuando sumen, y tal vez por eso, cuando, obligado a hermanar con ellas, se pone sus sombreros, bebe sus licores, baila sus ritmos, come de sus viandas o calza sus plumas –como acostumbran a hacer grotescamente, sin distingo de credo ni de color político, todos los candidatos– queda a la vista la farsa y el sainete inmisericorde que se está representando.
Al poderoso no le interesa saber quién es quién entre los integrantes de las mayorías. Temeroso y excitado las ve como un monstruo gigantesco, bárbaro y estúpido, al que necesita domeñar. El poderoso desprecia las individualidades pero venera la multitud y habrá de heredarle sus palabras, de inocularle sus proyectos, de instarle para que le siga en esa expedición a las alturas, a cuya meta solamente llegará él.
El ejército de las mayorías tiene una existencia relativa, sus miembros dormitan largas temporadas, como una familia de títeres, y se les despierta solo cuando llega la hora de convocar a las urnas o de abrir las taquillas del estadio. Pero esas mayorías no conocen su destino de muñecos. Son trascendentales cuando están en grupo e invisibles en la individualidad: historia cuando están en grupo y olvido cuando están aisladas. Esa es la paradoja. Constituyen la realidad y al mismo tiempo su fantasmagoría; su venía es necesaria para ganar elecciones, para subir el rating de las telenovelas y los noticieros de la televisión, para llenar los estadios y los centros comerciales, para pagar los impuestos, para vender camisetas y también ideologías, para que el comercio imponga sus espejismos en forma de necesidades –cambiar el carro, la casa, el vestido, todo menos la vida–. En síntesis, las mayorías sirven para absolutamente todo menos para revelarse como material sensible.
Parece prudente, ad portas de estas nuevas elecciones, contribuir en la invención de la vacuna contra el sarampión de las mayorías. De no ser así correremos el riesgo de seguir siendo extorsionados con falacias hechas a la medida de los pueriles, los ingenuos, los conformistas, los crédulos, los celestinos y los idiotas, que, en el fondo, vienen siendo la misma cosa, y que se adhieren instantáneamente a cualquier bullicio triunfal, como los salvajes a los que bajaban del monte con espejos, y a los que les trucaban oro por baratijas. Manipulación psíquica de impresionante refinamiento: vender la idea de que todo lo que se encuentra favorecido en los guarismos y en las estadísticas es lo verdadero, lo legítimo, lo insustituible.