"Cables" de Armando Romero

Hay cables de una esquina a la otra que forman 6 ángulos de 45 y 90 grados mientras van dando vueltas para viajar de poste a poste, donde uno de éstos sirve de bandera plagada de huesos y astillas, y a la vez señala con veloces signos el tejado marrón de una casa con buhardilla extraña, cerca del lugar por donde los cables se sumergen y vuelven a salir.
Pero éste, a quien debo seguir, saldrá por diferente sitio, caminará insospechada ruta.
Me encaramo por los ladrillos que forman la punta izquierda de la casa -cúbica ranura viene a engarzar mis dedos-, hasta la ventana, ojo por donde meto la mano, bajo el pestillo, subo unos pequeños dientes que obstaculizan, empujo las hojas batientes como papelillo herido y entro permitiendo a mis zapatos de pisada blanda realizar el menor ruido, lista la mano sobre la boca; las puntillas para escalar las cargo en el bolsillo izquierdo y en la otra mano sostengo la continuación del cable, duro y grasoso, el cual pasa por debajo de la ventana y podría enredar­se en mis pies: transportador de fuerza eléctrica.
Trato de ver pero hay una oscuridad apareciendo a pequeños tramos que hace el camino peligroso.
Comienzo a descender. Trato, entonces, al atravesar la venta­na, descolgarme para encontrar como posibilidad el agujero liberador de este cuarto, que me expulsa.
En medio de un nudo por deshacer, sentado sobre el suelo, veo al fondo una persona que duerme tranquilamente. Los pies un poco fuera de las sábanas, las manos se agitan dirigiendo la posible orquestación de los sueños. Descansa. Y cuando he terminado el nudo de formación abierta (todavía no sé dónde empieza o termina), observo cómo desaparece diluida en el colchón de paja.
Sigo caminando mientras aprovecho un claro desde la luna de un armario que refleja la luz del espejo de un sol desaparecido y descubro, trepada en seis ladrillos bien dispuestos, una peque­ñísima puerta con una perforación en la parte inferior que da salida a los cables, hilos de tripa, melodía de tragaluz. Abro esa puerta para comprobar si el cielo estrellado es el de una campiña llena de árboles verdes entorchados y si las cuerdas cada vez más delgadas forman instrumentos que suenan y titilan a mis pasos reuniéndose más adelante: haces de alambres aislados.
Entonces debo seguirlo, no me puedo quedar bajo el encanta­miento de esta noche de árboles frescos, raíces como manos veloces que enredan sombras en el horizonte; no me puedo quedar, debo seguir, reunir el tambor con el cubo y comunicar el movimiento a toda la máquina; eso es, la definición perfecta; lo he vuelto a levantar con la mano izquierda, es más delgado, tiembla pero sigue avanzando y a lo lejos, cuando se hace más veloz (tengo que correr, sudo, respiro agitadamente, me caigo y me incorporo por momentos, más veloz), a lo lejos se enrolla formando una edificación inmensa como torre de acero, circu­lar.
He llegado y el cable me empuja hacia lo alto por donde entra a la estructura para conformarla; saltan mis bíceps, tríceps, muñeca, antebrazo, piernas, cuádriceps, pantorrillas: las manos están secas por la fricción de la carrera, se prenden, son garfios, mis uñas, y comienzo a subir. Si fuera necesario emplearía mis dientes blancos contra la noche, si fuera necesario tomaría impulso con mis codos de tachuelas de acero. Vengo preparado.
El ascenso es fuerte. Hay manchas de resbalones pronunciados sobre las paredes llenas de cables. Llego hasta el punto donde el cable, el que debo seguir, desaparece y compruebo que mi distancia al suelo es superior a mi distancia al final de la torre. Busco una respuesta para seguir y así encuentro halar el cable con todas mis fuerzas de tal manera que deshaga la torre, se desmorone con todos los cables en mis manos. Tiro. Comienza a aparecer un largo chorro de cables deslizándose por mis dedos y los dejo pasar. Estoy así para ver cómo la torre disminuye y cada vez desciendo más. Por último quedo con montones de cable a mi lado y la torre desaparece por completo.
Encuentro su continuación debajo de una maraña retorcida y sosteniéndolo con la mano izquierda lo sigo lento para no perderlo o equivocarme en uno de sus atajos, y cuando diviso al que quiero, al que sigue con mis pasos, me lanzo valle abajo, grito, mi voz resuena en las montañas y me obliga a detenerme, me escucho, soy eco rebotante, paso por debajo de las corolas, me introduzco en los tallos, vuelo como polen, cien abejas me depositan en diferentes estambres, caigo al barro, ruedo con la lluvia, me remonto hacia lo azul, bajo a lo verde, recorro todos los colores, ellos están en mí, yo estaré en ellos, ¿qué decir?, es mi suelo, es mi cable, lo continúo, lo toco, él es, no hay duda, debo seguirlo.
Gigantescos insectos son detenidos por un par de ojos de hinchadas órbitas: hay un hombre sentado al borde de la carre­tera, bajo un gran árbol, con una bandera raída entre los dedos; el pelo le cae hasta la nuca y con el viento de la tarde avanza incisivamente hasta el cuello; su aspecto no es feroz, tiene el recuerdo de una herida en el costado derecho, parece haber recibido golpes interiores con un mazo blando; lobos y tigres y serpientes se entremezclan en el polvo que levantan sus sanda­lias cuando cambia de posición y se incorpora y camina. Se detendrá más adelante donde encuentra un pequeño riachuelo. Levanta la faz y el agua chorrea por su barba escasa, sus labios toman un color encendido, rojo. Vuelve a bajar la boca y ahora bebe con las dos manos. Se estira para continuar su camino, para regresar, para seguir. Tropieza. Se tambalea peligrosamente hacia adelante y está a punto de caer cuando sus manos se prenden de un cable que alguien le tiende; está cerca de un abismo, él no lo había visto, pero nada le podría pasar, él lo sabe; el cable se le tiende, él mira; gigantescos insectos son detenidos por un par de ojos de hinchadas órbitas.
Línea recta uniendo los dos extremos de un arco. Se estira. Una mano, la mía, tiene que pasar por esa flecha persiguiendo su cable y aquí lo ha encontrado y tuvo que dispararlo sólo para enterarse de cómo al partir siguió con el cable y la distancia se hizo más extensa; el cable daba un giro que incluía mis manos disparando la flecha; subí por las montañas, caminé bajo los árboles, escudriñé los hormigueros. La flecha ha volado hasta los cielos y ha caído al otro lado de esta tierra. La distancia me estremece pero comienzo a caminar. La descubro. La pierdo. La recupero. La alcanzo. En un momento dado encuentro un riachuelo y enfrente de él un hombre con el cable en la mano me mira. Doy un salto y paso el riachuelo para encontrarme frente a sus ojos. Me detienen. Le digo:
-Buscaba el cable y he allí que usted también lo ha encontra­do.
-No. Pienso diferente. -responde-. Tropezaba y usted ha puesto este cable en mis manos. No lo necesito y sin embargo usted lo ha prolongado hacia mí. Le pertenece y debe seguirlo.
-No creo que me pertenezca -le digo indignado.
Los ojos se le agrandan desproporcionadamente y me veo en ellos fraccionado como un caleidoscopio. Me da la espalda con desgano y siento que ahora piensa algo verdadero y aborrecible. Lo dejo.
Ahora es el mar que ruge a lo lejos; traspasando esa montaña siento que llegaré a su frontera. He pasado con mi cable un momento de excitación terrible. De pronto lo sentí convertirse, dando mil vueltas, en una cuerda vocal y probablemente penetrar mi garganta. Di un salto y por centímetros siguió derecho. Va hacia el mar: lo escucho.
Al pasar esas montañas el mar está grande con sus olas, sus foraminíferos, sus algas, sus peces de colores, sus sedimentos, su fitoplancton, sus esporozoarios, sus bufeos, sus vacas, sus pescadores, sus chozas, su viento, su sabor verde; salado mar frente a mis ojos, mil ojos para mirarme, calado de frío, persi­guiendo mi cable que se enrosca, maroma, braga, sirga, jarcia, estrenque, calabrote, merlín, brandal, piola, cuerda.
El tiempo humea mientras busco mi cable por el puerto. Los marineros me miran extrañados. No, ellos no han visto un cable. Entro a todas las bodegas, los depósitos, me enfrasco en discusiones, estoy a punto de ser llevado preso por ladrón, corro, me escondo, busco en cajas inmensas, me rodeo de hampones que juegan cartas dentro de un garito oscuro, salto por encima de las alambradas de guardia, recorro las calles, duermo en los parques, trepo las palmas, chupo los cocos, diviso los barcos, busco mi cable en todas las cantinas, hasta que una noche lo encuentro. Va hacia el mar, se introduce en él, desaparece. Cambio de ropa, me equipo con aletas de pez veloz y lo sigo a las profundidades. La noche me ayuda muy poco pero la domino. Seguiré mis cables, mi cable, determino, porque ahora son muchos, tengo que escoger, nadie me indica, estoy solo.
Han pasado varios días desde que camino por debajo del mar. El cable sigue conmigo, ninguna alteración ha sufrido. A veces diviso una isla, mejor, una montaña que sube y sale y he sentido la tentación de escalarla y ver el sol y saber que hay oxígeno pero el cable me detiene, él no sigue más y, lo cierto, sigue siempre una dirección contraria.

Publicado en revista Eco, No. 150, octubre 1972, Bogotá.