Aquel que no ama las nubes que no vaya al Ecuador



Por Antonio Correa Losada*

El escritor colombiano nos escribe desde su exilio voluntario en Quito recreando el excepcional encuentro entre el poeta ecuatoriano Alfredo Gangotena y el genio del surrealismo Henri Maichaux. Amistad enmarcada en el paisaje sugestivo e hipnótico del Ecuador. Visitación a una amistad profunda

Cuando Gonzalo Zaldumbide, Embajador del Ecuador en la Delegación de Francia, presentó ante un grupo de escritores surrealistas, los textos en francés de un joven quiteño de 19 años que había llegado a estudiar en la Escuela de Minas de París en 1922, todos quedaron asombrados al leer esos iniciales poemas escritos desde el otro lado de las palabras:

La lengua del lobo se corrompe
en el ángulo
Sombrío y mortal de sus fauces
O cuando exclama en “Provincias eólicas”:
Y consigo la estrella del silencio y
del retorno:
¡Señor, vuestra imagen tallada en
la inmensa fatiga de mi sangre!

El asombro fue mayor cuando saludaron a un joven frágil de una no disimulada aristocracia, abundantes cabellos castaños y piel blanca acetrinada por la densa niebla de un lejano país. Era Alfredo Gangotena, que se vinculaba a este grupo de escritores y poetas, que auspiciaron una de las más lúcidas presencias de la literatura europea del siglo XX, entre los que se destacaban Jules Supervielle, Paul A. Bar, Max Jacob, Jean Cocteau y Henri Michaux, pintor y poeta, quien se convertiría por esos años en uno de sus más cercanos amigos.
Del asombro pasaron a la complicidad y pronto expresaron la admiración por el poeta. Jean Cocteau, dice:

“Gangotena tenéis genio. A veces es una lástima, pero siempre es maravilloso. No digáis a nadie nuestro proyecto de gloria. Yo me encargo de ello”.

Max Jacob, con una alegre precisión surrealista, se refiere al poeta como el preferido del Espíritu Santo.
A su vez, Michaux enfatiza: “Alfredo Gangotena es uno de los poetas que  he conocido que no me ha parecido un ser corriente y formado como todo el mundo. Se produce en él un cúmulo de reacciones y de reflejos totalmente diferentes a los de otros hombres. Una desesperanza irrespirable y muy de fondo, dentro de él, nos cortaba los brazos y las piernas”.

También, observó el particular y secreto padecimiento de la hemofilia que agobiaba a ese ser de los Andes, casi eólico:

“Esta enfermedad atroz, que le ponía a la merced de un diente arrancado, de una simple inyección, por donde su sangre escapaba súbita, sin remedio, sin detenerse, sin cesar (al abrigo de la muerte encubierta bajo esa frágil y única cortina de epidermis), mal que lo llevaba a un miedo continuo, prácticamente fuera del mundo, y lo marcó para siempre”.

Pero aquí no estaba la extrañeza. ¿De qué mundo venía ese poeta que --como dice Virginia Pérez en su ensayo “Huésped de sangre”-- habla en un lenguaje de desconcierto y crisis del sentido?
Michaux, en una confesión desgarradora, declaró: nacimos horadados, para luego preguntar con desazón, como quien busca desentrañar las claves de la originalidad de ese hombre delgado, quebradizo ¿de dónde vienes? y Gangotena responde, de los Andes. Michaux, descifrando el tejido de su cerebro nómada, replicó: ¿dónde quedan los Andes?
Y los amigos llegan a Ecuador. Durante días, el invitado se instalará sin salir de la bien dotada biblioteca de Gangotena, ubicada en la Hacienda de San José de Puembo, cerca de Quito. El desconcierto del huésped era creciente cuando miraba desde las ventanas, las cuchillas neblinosas de esa ciudad localizada en la sierra central a 2.800 metros de altura y rodeada de ocho volcanes activos, algunos coronados por un casquete glaciar. (Recuerdo ahora, vivamente, la alta y gesticulante figura de Antonio Cisneros, con quien coincidimos en un encuentro de literatura en Quito en el 2002. El poeta oriundo de la costa peruana, cuando me vio subir con rapidez las gradas del hotel, exclamó, con voz silbante por el esfuerzo de la altura y con un apretado gesto de rencor: ¡Ah!, estos caballos de los Andes, y se detuvo largos minutos para reparar sus fuerzas).
De ese encuentro, fue que Michaux escribió en su cuaderno de viajes, fechado en marzo de 1928, uno de los más soberbios poemas que se haya escrito sobre el espíritu de esta cadena de montañas:


LA CORDILLERA DE LOS ANDES
La primera impresión es terrible e inmediata a la desesperación. El horizonte por de pronto desaparece.
Las nubes no están mucho más altas que nosotros. Infinitamente y sin regularidades, está donde nosotros estamos las elevadas mesetas de los Andes que se extienden, que se extienden...
El suelo es negro e inhóspito. Un suelo venido de adentro que se desinteresa por las plantas. Es una tierra volcánica.
¡Desnuda!
Y las casas negras por arriba dejan al descubierto su desnudo, el negro, el siniestro desnudo
Aquel que no ama las nubes que no vaya al Ecuador.
Ellas son los perros fieles de la montaña, los grandes perros fieles; coronan altamente el horizonte, la altitud del lugar es de 3.000 metros, que según dicen, y es peligrosa, según dicen, para el corazón, para la respiración, para el estómago y para el cuerpo entero del extranjero.
Rechonchos, braquicéfalos, a pasos breves, pesadamente cargados, marchan los indios en esta ciudad, pegada a un cráter de nubes. ¿A dónde se dirige esa peregrinación agobiada?
Se cruza, se entrecruza y asciende, nada más: es la vida cotidiana. Quito y sus montañas.
Estas caen sobre la ciudad, luego se asombran, se recobran, ¡calman sus lenguas!
Son ya camino; entonces, se las pavimenta.
Todos aquí, en voz baja, con paso breve y aliento corto, fumamos el opio de la gran altitud.
Poco riñen aquí los perros, poco los niños, pocos ríen.

Aquí emerge y se tiende el puente de la amistad creadora. Oscila, se afianza y aleja de su boca la falsa mezcalina de la superstición. Quizá en Michaux, se sintetiza la alianza entre la razón y la intuición primera de las cosas. Pero, antes de que se establezca busca desmontar el mito de ese espacio interior llamado realidad y extiende, un manto de tejido recio y a la vez dúctil que el mismo llamó de ilusión desmitificadora. Es posible que el poema de Henri Michaux, nos altere e intimide al dejarnos desnudos y agredidos en el turbión de niebla de los Andes. Pero, alguien se acerca y participa de esta dura querella: 

¿De qué país vengo, Señor, cojeando a representarme en la amargura de Vuestro rostro?

Es Gangotena. Y su terrible imprecación en el canto V de “Ausencia”, que maldice todo lo que abarca el ojo.

Rene Char dice en un poema dedicado a Rimbaud:

Aunque los volcanes casi no cambian de lugar, su lava recorre el gran vacío del mundo y le aporta virtudes que cantan en sus llagas.

O bástenos simplemente recordar que Aquel que no ama las nubes que no venga al Ecuador.


*Poeta colombiano