Primer cuento de Umberto Valverde


LOS INSEPARABLES
El silencio se hizo entonces desafiante, sintió una luz rabiosa golpeando su rostro y escuchó una sugerencia de música. Te quedó paga, Eduardo. El taco deberá encontrar el centro de la bola blanca y ésta a su vez deberá lanzarse sobre la bola que tiene el número 15 y, al pegarle, tomará un ángulo de cuarenta y cinco grados para penetrar en el hoyo del lado derecho. No te pongás nervioso. El billar pool rodeado de muchachos, la incesante luz sobre sus ojos sudorosos, sus miradas detenidas en la posición de las bolas. Si la coge gruesa la bota. Permanecían así, en silencio, sofocando la atmósfera arxfixiante. Más allá, un borracho desfigura su rostro ante el acecho de la luz artificial sobre sus ojos irritados, absorbiendo el sexo de la copera que a su lado, estática, deja que la mano rugosa y frenética acaricie sus muslos, mientras la otra mano sirve la cerveza, amarillenta y espumosa, que él toma a grandes sorbos.
Por momentos se rompía el silencio, pues el conjunto hacía sonar sus canciones, un poco ya gastadas. La muchacha, casi niña, tocaba la timba, golpeaba el cuero con su mano desnuda, mientras el cantante negro metía su voz por el micrófono y la guitarra eléctrica rasgueaba el equilibrio de la noche. Está mareado. Se desliza el sudor por la piel de Eduardo, sus ojos bordean las bolas, imagina el golpe, lo siente, coloca el taco entre sus dedos y se propone romper el silencio de su tensión. ¿Cuánto apuestan? Infatigable, el conjunto se repetía, y era un niño llamando la atención, tocaba las maracas y bailaban con él, entre él, a su alrededor, y los transeúntes, sin hacer nada, miraban. El aire irrumpía en el bar, sonaba junto con la música y levantaba un hálito oloroso a licor. ¡Cuarenta pesos!. Eduardo también se repetía, calculaba el golpe certero y desistía, a veces miraba el rostro fatigado del rival, un muchacho imberbe, sudoroso, y todos los rostros que rodeaban la mesa nerviosamente húmedos. Ernesto, con un cigarrillo entre los labios, y los billetes de la apuesta en su bolsillo, y la timba sonaba, la muchacha niña golpeándola, y con sus torneadas  piernas haciendo un pase de baile y el bullicio creció en el momento en que Eduardo le pegó con el taco a la bola blanca.
….Va la madre si no la meto, en el ladito le debo pegar y se irá al hoyo, siempre lo he hecho, imposible que me vaya a fallar, por qué habrá mirla, me ponen nervioso, los muchachos tienen las esperanzas cifradas en mí, les tengo que ganar a este mariquita, con la bronca que le tengo, es un fantoche, se las tira de lindo y as, me choca que todos me miren, si no la meto perderé, porque quedará paga y no debo perder, necesitamos esa plata, yo no sé por qué apostamos tanto, pero Alfredo me forzó, estaba seguro que le ganaría lejos y me salió gallo, ese maldito ruido a toda hora, conjunto de pueblo, pero la pelada está muy buena, tiene unas patotas, nunca he perdido un chico así, es imposible, listo, le voy a dar…..
–¡Ganaste Eduardo!
–Cómo la iba a botar, si siempre la hago.
–Jugale el otro chico.
–Ahora no, después.
–Creí que no ibas a ganar.
–Vamos a tomar gaseosa.
–¿Qué hay de Elena, Alfredo?
–Cultivándola, ya la invité a cine para el domingo.
–Cuatro Cocacolas.
–Cómo está de querida mamacita, así si le dejo propina.
–El tonto ése se reía cuando ibas a tacar.
–De pronto le doy sus golpes también.
–Quihubo de aquello, ¿lo vamos a hacer sí o no?
–Claro, pero hay que prepararlo.
–De pronto nos cogen.
–¡Qué va!
–¿Te viste con Lucía, Eduardo?
–Sí, la lleve a la carrilera, le hice males.
–Y tú Oscar, ¿no tienes novia por ahora?
–Me cuadré a Yolanda, aunque tú no dejas ninguna, Alfredo.
–Lo que me choca de la lluvia son los barriales que se forman.
Como la primera vez, los vieron o los vimos atravesar la noche y, por supuesto, la lluvia que se acumulaba en sucios pantanos, anegando la calle entera.
Ellos, derrotando un fingido silencio al pasar frente a nosotros alborotaban sus voces y sus gestos para que tomaran cierta resonancia.
Luego, fueron o fuimos encontrando sus nombres en las voces callejeras y, más tarde, identificándolos con una sola palabra. Ernesto exhibiendo siempre su rostro agresivo ante la poca o ninguna luz de los faroles, y, a su lado, Eduardo gastando sus palabras contra la noche, Alfredo deslizando su risa sobre los rostros de las muchachas que salían al verlos pasar, y también Oscar, en actitudes de expresiones confusas, así, como tantas veces, ocupaban la acera y los niños calentaban la noche con sus gritos y sus carreras al temer la cercanía, y fue la noche o fueron las noches en que ellos exhaustos–tal vez de cansancio o aburrimiento–en la esquina tomaron las palabras y las manos de muchachas alegres.
Han olvidado cómo se conocieron. Cómo llegaron a ser tan buenos amigos, casi como hermanos. Fue Ernesto quien primero le pegó a Oscar y le puso el ojo picho, con una gran hinchazón, porque era el mejor del curso, el sabelotodo y luego, al saber Ernesto que Oscar no lo había chivateado ante el director, le pidió excusas y se hicieron grandes amigos. Luego, ambos se enamoraron de la muchacha de trenzas rubias, que merodeaba las tardes, cuando ya el crepúsculo caía en su vestido blanco; y fue en el verano aquel cuando conocieron a Alfredo, porque Alfredo se la cuadró, y siempre ha sido el tumbador de peladas; después cogieron el vicio del billar, pero una tarde, de la cual quizá tengan un sonoro recuerdo, apostaron sus ahorros de una semana y fue Eduardo quien los liquidó en un abrir y cerrar de ojos. Ernesto le iba a buscar bronca, sin embargo Eduardo los compensó gastándoles Cocacolas; asi fue como lograron unir sus amistades, confesarse entre sí y engendrar ideas que sería indiferente determinarlas.
Todas las noches, mientras los cuadernos reposaban en la soledad, se iban a vacilar, a tocar las jóvenes queridas, y así fueron aprendiendo el olor de las calles de su barrio. Han olvidado los buenos partidos que jugaban en la calle, apostando caramelos, cuando todos sabían que los mejores de la cuadra eran ellos, porque siempre jugaban juntos y siempre ganaban. Fueron creciendo. Crecieron gozosos sin advertir que barrio era feo y sucio. Para ellos, toda su vida se limitaba a matar el tiempo en las esquinas, ociosamente o en juegos inútiles que ahora parecen no recordar.
Los atardeceres se hicieron menos agitados y los deseos más ocultos. Tal vez, por eso, Oscar gestó la ida donde una prostituta, porque él imaginaba las cosas más extrañas y prohibidas. Entonces reunieron plata y le dieron a Eduardo para que apostara al billar; la noche de un viernes jugó el chico y ganó y se fueron para “la zona”. Le propusieron pagarle veinte pesos por los cuatro a una mujerzuela entrada en años, ella los aceptó y fue Oscar quien primero se desvirgó y luego Eduardo, siendo Alfredo el último. Desde ese día Oscar lanzaba las buenas ideas, porque a pesar de ser bastante vago, siempre fue un buen estudiante.
Han olvidado cómo se iban a las canchas de la calle 26 para concursar al que primero echara el semen. Como Alfredo gastaba con ellos la plata que sustraía de la tienda de sus padres, entonces, cuando no iban a la tan afamada y destruida “zona”, visitaban fuentes de soda, o invitaban peladas al cine.
Alguien, por molestar, lanzó al barrio su nombre de guerra: “Los inseparables”. Para luego ser pronunciado con rabia o con deseo.
Una tarde después de jugar un partido de fútbol en las canchas de la 26, cuando ya no era tarde sino anochecer y mientras pateaban la noche incipiente para hacer el gol de la victoria, vieron como los muchachos, corpulentos, desnudaban a un muchachito de crespos rubios que todos llamaban “Tarzán”. Mientras la luna colmaba la ciudad, “Tarzán” soportó por seis veces los furiosos y perentorios deseos de jóvenes insatisfechos.
Han olvidado las palabras de un sábado ferviente, cuando llamaron a Alfredo y tuvieron que imponerle que respetara a las muchachas que ellos enamoraban; así fue como cada uno tuvo su novia bonita.
La cercanía de la noche me asustaba, la voz de Ernesto y a veces la de Eduardo no cesaban de golpearnos. Todo lo habíamos preparado de antemano, inventábamos de una vez lo que iba a ocurrir a nuestra manera, el humo de los cigarrillos nos ahogaba, pero lo inevitable era eso, la noche nos habitaba. Alfredo me preguntó la hora y tuve que mostrarle el reloj, porque no me sentía capaz de hablar, no articulaba palabra. “Vamos2, era Ernesto. Y luego, “ese idiota nos la pagará hoy y su pinchada novia”. Me atreví a pedir cigarrillos, era lo único que me calmaba. Eduardo sacó los suyos del bolsillo y colocó uno entre sus labios, después hizo circular la cajetilla. Miré sus gestos, sólo yo temblaba. Sin darme cuenta, estábamos caminando, pasamos la carrilera y vi las canchas y también el canto de las chicharras, y al mirar el cielo presumí que pronto llovería porque la luna estaba cubierta. Por estar pensando en pendejadas tropecé con un guijarro, resbaló y descendió varios metros, sentí sus miradas sobre mi rostro y agaché la cabeza, no tenía palabras, las había reemplazado por los gestos y las hondas aspiraciones, sudaba frío. “Demorarán mucho?” No aguanté y tuve que hacer sonar algunas palabras. “Miren”. A lo lejos vimos cómo dos figuras irrumpían en la oscuridad y se acercaban recorriendo el trayecto de todas las noches, según lo pronosticado por Eduardo. Ernesto nos hizo señas  y nos indicó los sitios para escondernos, él se adelantó un poco y unimos nuestros pechos a la tierra, palpitaba incesantemente. Apagamos las colillas que sin darnos cuenta quemaban las yemas de los dedos, se acercaban y escuchamos en boca de Alfredo los últimos sonidos. Callamos y pensé en decirles que no lo hiciéramos. Eduardo imaginó mi situación y muy al oído me susurró: “tranquilo, mano, tranquilo”. Las chicharras me ponían los pelos de punta; paso a paso, los cuerpos tomaban dimensión, a veces se detenían para besarse y rozarse los muslos. Cada segundo me estrechaba y crecía mi temor. Ví como Ernesto puso una piedra en su mano, su cuerpo estaba relajado, alerta.
De pronto se me venían las palabras de Alfredo y también las de Ernesto y las de Eduardo y suponía que también las mías: no nos puede fallar, todo saldrá de maravilla, la policía nunca permanece allí, le da miedo, la muchacha es toda una hembra, está muy buena, y el pendejo ese es un fantoche, hoy nos la pagará, y pensé,, nos la pagará de qué, que se creía más que nosotros y tenía de novia una hembrita deseada por nosotros, sólo era eso; estaba en esas, cuando ví saltar a Ernesto sobre el muchacho y golpearlo fuertemente hasta derribarlo. La luna súbitamente rompió la oscuridad y apareció para iluminar nuestros rostros sudorosos. Alfredo atrapó a la pelada que se había quedado quietecita de miedo. “Vamos linda, no te asustes”. Ni siquiera alcanzó a gritar. El golpe de Ernesto había sido eficaz, lo había hecho perder el conocimiento, tendido en la hierba parecía mirar la luna. Me tocaba caminar muy sigilosamente y comprobar que nadie nos espiaba, así lo hice y regresé. La noche se aclaraba por ratos, la pelada nos miraba con terror, no brillaba ni una estrella, todo parecía triste y desolado. Oímos algo, y nos pusimos cabreros. Ernesto sacó su perica, Alfredo la guaya, los pitos de los autos nos llegaban desde lejos, no era nada. “?¿Qué me van a hacer? En la carrera tengo algo, cójanlo, pero no me hagan daño”. Aún recuerdo su voz suplicante, su rostro descompuesto, su rostro sobre mi rostro, y yo, incapaz de defenderla, quedando como un cobarde. Ernesto le arrancó la blusa, el brassiere y sus senos impetuosos salieron a la noche y fueron tomados por manos que ahora no podría precisar. Ella luchaba, la apresamos por sus miembros y mis manos tuvieron que desnudarla. Ante mis ojos ávidos rasgando la penumbra quedó su cuerpo blanco jadeante de dolor. Y otra vez su voz, “no me hagan eso, se los ruego, no”. Eduardo acompañó un cállate con una palmada, intenté detenerla, pero era tarde. Alcancé a decir, no le pegues.
Ella se resistió. Intentó liberarse. Se oyeron sus lamentos mientras la noche se apretaba. La luna se ocultó definitivamente. Se escucharon las respiraciones afanosas de ellos. Mientras Ernesto la ha violado, los otros han acariciado su cuerpo lleno de penumbra. La besaron bestialmente. Mordiendo sus labios. De su cuerpo nació un calor silente. Las voces cortadas en gemidos plenos de emoción. Alfredo ha caído de segundo. Ella ha llorado. Ha intentado gritar pero otros labios bestiales han tomado los suyos. Oscar ha sido el último. Intentó negarse. Desfalleciente soportará boca abajo el peso de los jóvenes erguidos en deseo.
“… No debimos hacer eso, nos pueden coger por tirárnoslas de berracos y mañana con examen de química, no he estudiado nada, uff, mejor me hubiera quedado estudiando, pobrecita, era virgen, me dio pesar, y ese tonto ni siquiera recobró el conocimiento, cómo pega de duro Ernesto, debemos dejarla pero Alfredo también quiere por detrás, es demasiado cruel, no tiene sentimientos, ahh si nos cogieran, si mamá se diera cuenta, qué escándalo, qué haríamos, ohh, mejor será irnos, se los diré…”.
Corrieron a gatas y se deslizaron rápidamente. Salieron al pasonivel y encendieron cigarrillos, sin una palabra. Las luces mostraron sus rostros descompuestos por el cansancio y el temor. Un poco más tarde, les nació una risita nerviosa hasta convertise en una carcajada. Tomaron diferentes direcciones, mientras el muchacho deberá estar recobrando elsentido y llorará al descubrir a su novia en tal situación y marcharán juntos sollozando durante el trayecto. No se mirarán y se avergozarán mutuamente. La noche huirá entre la hierba mojada con la sangre de ella. Al otro día, los muchachos vendrán a jugar y comentarán que hubo violación.
–Miren…!
–Anoche hicieron vacamuerta.
–¿Quiénes serían?
La noticia la comentamos por todo el barrio hasta olvidarla, siempre ocurre lo mismo y no se descubre nada. Pero supuse o supusimos que “Los inseparables” algo tenían que ver en el asunto. Ellos al pasar nos insultan con su presencia y se jactan de lo que hacen. Aún se encuentran todos los días en la misma esquina. Derrotan la distancia hasta el bar y poco a poco engendran un deseo sonoro por la muchacha niña que golpea la timba.
Las miradas de los transeúntes corrieron tras el horizonte rosado. Las luces llegaron con el anochecer y regaron el pavimento, el polvo se tomó gris. Los cuatro aparecen y caminan hacia el bar. Las muchachas, al sentirlos, se vuelven para mirarlos. Escogen tacos y la bola roja pegará sobre el lado izquierdo de una blanca y tomará tres bandas antes de llegar a la otra. Uni niño mirando la jugada arrimado a la mesa verá sobre sus ojos, contra sus ojos, bolas gigantescas acercándose. Ampliándose. Se quitará.
–Estás mareado, Alfredo. Te acabaré de una vez.
–Dejen jugar y no canten victoria.
–El pelado se asustó.
Sus voces atestaron el lugar mientras Alfredo hacía una serie de veinte para ganarle a Eduardo; un grupo de muchachos se reunió para hablar de ellos…
–¿Quiénes son?
–“Los inseparables”.
–¿No ves que nunca se separan? A todas horas los ves juntos.

Fue Oscar quien pensó lo de la voladora. Pero luego agregó, pobre viejo. La luz estaba contra nuestros ojos y los rayos  de la luna traspasaban la noche  y estallaban en nuestros rostros los acordes de los cláxones. “La vida hay que gozarla”, dijo Ernesto. El verano estaba en su plenitud y en la ciudad no llovía, y el polvo reseco nadaba en la atmósfera y se pegaba a nuestras gargantas, la sed crecía, y en esa noche no teníamos ni un centavo. “?Entonces, qué esperamos?”, nos enfrentó Eduardo. No tuvimos más remedio que sentarnos en aquella fuente de soda y pedir, pedir como si nuestros bolsillos estuvieran llenos, como si tuviéramos un carón de veinte bolos y nos reíamos al ver al dueño tras la refrigeradora mirando el cuerpo apretadito y legal de la mesera sirviendo los frescos, los pasteles de carne, los pandebonos, para luego cobrarnos.
Oscar miraba de un lado para el otro y tuve que susurrarle: “Tranquilo, pelado, tranquilo”. Medimos disimuladamente con nuestras miradas las distancias, vigilábamos el paso de las radiopatrullas y cuando el viejo se puso cabrero, Ernesto le pidió una cajetilla de Lucky y en el momento de girar, salimos despavoridos notando la vida de la calle, la voz vieja y ronca maldiciéndonos; fuimos a la calle 21 que siempre permanece sola y oscura, reímos hasta el cansancio, trasmutamos de calles recogiendo palabras, fragmentos de conversaciones, hasta regresar a nuestra calle sin pavimento.
La brisa se confundía con la noche para traernos el bullicio de la cuadra y los murmullos agazapados de cuerpos en penumbra. Parados en la esquina apreté mis labios y mastiqué con fuerza y furia el chicle que rondaba mi paladar para no dar salida a las palabras deseadas.
–Mañana beberemos.
–Hasta se me hace que los viejos no tuvieron juventud, joden mucho, llenos de misterios, que esto está bien, que esto no, que se vayan al carajo.
–A mí sí no me joden, yo hago lo que me da la gana.
–¿Qué habrá sido de la muchacha, habrá tenido hijo?
–Si lo ha tenido es nuestro hijo, el hijo perfecto: ¡enamorado, fuerte, billarista, inteligente, una barraquera!
–No se burlen, para qué acordarnos, qué nos importa.
–¿No es cierto muchachos que ya no somos los de antes? No sé, pero me parece que no somos ni la sombra de lo que fuimos.
El pito desgarrador de la fábrica ha roto el silencio incipiente de la noche. Cambio de turno. Los obreros pasaron con sus fiambres por la calle desolada. Una moto pasará trepidando y apagará los adioses acariciados por un aire frío. Eduardo entrará a su casa, pero antes verá a Oscar parado en la puerta y alzará su brazo para completar el adiós. Oscar lo imitó. La luna salió entre las nubes y brilla sobre el polvo de la calle. Un perro habrá aparecido y se detendrá en la mitad de ésta. Oscar lo mira. En la calle desolada medio iluminada, cortada por grandes espacios de penumbra, dos figuras se distinguen: el perro rebuscando entre las basuras un hueso pelado y Oscar usando y cambiando una nueva actitud. Y su mirada baja poseyendo la flaca silueta del perro y el claroscuro de la calle.

Cuento del libro Bomba Camará, publicado editorial Diógenes, en México, 1972.