Aquel septiembre infinito


Por Iván Beltrán Castillo
Este 11 de septiembre se cumplen treinta y siete años del golpe militar que derrocó a Salvador Allende en Chile, e impuso durante varias décadas la dictadura ominosa del general Augusto Pinochet, una de las más crueles y sanguinarias de la historia latinoamericana. Ese tiempo imborrable dejó recuerdos sensibles, sorprendentes y paradójicos en quienes lo vivieron, como lo muestra la siguiente columna.

Tal vez porque los niñitos de entonces asistimos a los primeros ensayos  del ridículo y complicado montaje que será nuestra vejez; porque el (re)entierro de Víctor Jara, ocurrido hace un año exacto, activó los resortes de una memoria inacabada; porque últimamente nos ha ganado el vicio desvergonzado y falaz de escribir ficciones, cuyo carbón fundamental son los sueños que una vez creímos vivir en una dudosa vigilia, o sencillamente porque llegó la hora de empezar a botar recuerdos para aligerar el globo...  quizá por todas esas cosas, y por algunas otras, menos épicas y menos marciales, sea que en el curso de las últimas semanas yo no haya podido escapar al recuerdo de los atemperados días  en los que cayó Salvador Allende, la gran esperanza socialista de los años setentas latinoamericanos, y apareció –oscuro, bilioso, dueño de una felonía con muy pocos pares en la historia, sangriento usurpador a la manera del Claudio Shakespereano– el perfil soberbio del ya incapturable general Augusto Pinochet.
Yo tenía tan solo once desesperados años, y estudiaba en el único colegio fundado, dirigido y monitoreado por los marxistas colombianos, que, como es apenas obvio, siguieron el proceso de la Unidad Popular de Chile muy de cerca, primero derrochando optimismo y luego destilando rabia y amargura. Allí, en el Liceo León de Greiff –como se llamaba aquel curioso bastión, aquel pacífico pero altivo laboratorio de materialismo histórico- los estudiantes mayores eran todos de un rabioso comunismo, tal y como son incorruptiblemente teológicos los alumnos avanzados de los colegios de curas, de modo que era imposible no capturar en los recreos y en los muchos actos culturales que se realizaban –los primeros con la presencia temible y arrasadora del mismísimo poeta De Greiff– noticias, rumores, conjeturas, especulaciones, hipótesis y teorías alrededor de Chile.
Pero los niños, aunque, como es obvio, jamás lo habíamos leído, compartíamos aquella sentencia de Octavio Paz, según la cual “La historia es el error”, de manera que ninguno necesitaba aun del progreso, ni de la esperanza, ni del calumniado porvenir, ni, menos aún, de acuerdos programáticos, y creo que ni tan siquiera nos urgía la justicia, néctares principales de la borrachera histórica, y por lo tanto, la verdad sea dicha, el tal Chile  nos importaba un rábano, aunque la señora Marina de Araque, la comprensiva y maternal rectora bolchevique, les dijera a los profesores, pálida y cejifruncida, con llamativa frecuencia: “Chile tiembla, camaradas docentes, los momios están ganando, hay un complot orquestado por los gringos, se está cayendo el compañero presidente.”
El día del vil asalto a la Moneda, 11 de septiembre de  1973, lo recuerdo perfecto, como les ocurre a los viejos, que retienen con precisión los hechos acaecidos hace cuarenta años pero no pueden recordar qué desayunan en la mañana. Nos encontrábamos en una clase de religión, lo que en un colegio marxista es sinónimo de asonada, chifladura y hora libre, cuando, como en una procesión luctuosa, empezaron a salir de los salones todos los maestros con los libros bien cerrados como si su misión pedagógica hubiera terminado para siempre; los directivos dejaron sus oficinas, y los estudiantes de los cursos finales, como si hubiesen arribado al Kremlin, formaron geométricas y rigurosas filas con el rostro descompuesto, y la buena señora Marina, trasmutada en un alma en pena de la izquierda democrática, se apareció en la ventana de aquel quinto de primaria, llorando con indescriptible amargura: “lo mataron.... los milicos asesinaron a Allende dentro de la Moneda... ha muerto la esperanza”.
Creo que no hubo necesidad de estar en Chile, ni siquiera de haber adquirido los vicios y preocupaciones adultas, para sentir lo solemne y denso de aquel minuto. La cita de la quimera socialista con la traición y la muerte se había cumplido con eficacia. Pero, lo que para muchos representaba el final, abría, por lo menos a los pequeños bribones de aquella institución utópica, el principio de muchas cosas paradójicamente gratas, sublimes y novísimas y que nos llegarían vía Santiago de Chile, Valparaíso o Puerto Montt. La efervescencia que siguió en América Latina a la caída de Allende, el exilio doloroso y forzado, las ignominias y el pánico al que se sometió al pueblo chileno, trajeron a los pichones de mamerto un inesperado tesoro, y así las cosas, al lado de los crecientes sentimientos de índole dialéctica, pétreos, a su pesar, como animales disecados,  advinieron otros que no me parece injusto llamar eróticos.
Pisábamos el umbral de la educación sentimental. Resulta que, una vez iniciada la gran marcha de los chilenos progresistas hacia el exilio, el Liceo León de Greiff se llenó de alborotados, ingeniosos, muy rumberos, vaguísimos y adorables chilenos. Eran los hijos de funcionarios, militantes, diplomáticos, ideólogos, sindicalistas, artistas e intelectuales cercanos a la Unidad Popular, fugados de su patria para preservar la vida. Estos adorables tarambanas pronto fueron los mejores amigos, los compañeros de farra, los cómplices transgresores y, confusamente, trazaron la senda por donde habrían de discurrir los años venideros. Pero además de eso –y aquí viene la sustancia de este pequeño relato- generalmente los chilenos andan acompañados de chilenas, y mis entrañables cómplices no fueron la excepción. Llegaron con un muy apetecible cargamento de hermanas y de primas, y entonces el obituario histórico desplegó sus consecuencias emotivas: Nada es imperfecto en el averno de la historia; la catástrofe política nos hacía, por los menos, una grata donación compensatoria.
Las chilenas recién desempacadas –hermosas, rubias, de ojos mayoritariamente azules y cuerpos agraciados en donde se despertaba el deseo y se agitaba el abanico de posibilidades de la imaginación–  fueron en un parpadeo los más perseguidos trofeos de caza, el sueño colectivo de sus compañeros de salón, que, gracias a eso, no se volvieron exageradamente biches a la sombra de las barbas de Carlos Marx  y Federico Engels.
Pues bien, y hablaré por mí aunque presiento que fueron muchos los que compartieron mi devocionario, la tragedia histórica y la apoteosis de la belleza de las chilenas, fundidas en una sola  interminable masa, nos convirtieron pronto de peripatéticos niños en sitibundos, necesitados adolescentes, vitales satélites de todo aquello que estuviese contaminado de “Chileneidad”. En nuestra imaginación púber reconquistar la moneda era conquistar a la elegida prenda femenina del sur; comer empanadas Chilenas era devorarla a ella con apetito caníbal, beber vino tinto de Chile era beber sus labios, ponerse sus ponchos coloridos era acceder al tacto de sus carnes totémicas, escuchar a Violeta Parra y sus dos hijos, a Victor Jara –el divino mártir– y al Quillapayún coral, era, ni más ni menos, oír de alguna de ellas una sobrecogedora confesión romántica; tocar la quena y el charango era tocar su cuerpo magnético, asistir a las peñas nocturnas organizadas por los exiliados era como ser invitado de honor a un magnífico festín en sus predios, leer a Pablo Neruda y a Díaz Casanueva era leer su sensibilidad que se nos antojaba sublime, y conocer los copiosos documentos, periódicos y filmes de la resistencia era ser su más cercano cómplice y demostrarle que anhelábamos acompañarla –básicamente de cuerpo, pero también de alma– en la re-fundación de la justicia. Entonces, como ocurre siempre, la noción histórica quedó afectada por la noción erótica, que a su vez estaba influenciada por la noción política que su vez.... y así hasta lo infinito: El señor Freud se burlaba de la rigidez de Lenin en su mismísimo jardín.
Pues bien, no todos los devotos de la femineidad chilena tuvieron su recompensa, pues el número de los objetos del deseo era muy inferior al de los sujetos de la espera. En mi caso creo que la recompensa llegó a tiempo, y de manera inolvidable. Es así como de aquel círculo del dolor llegó hasta mí la pérdida de la detestada pureza, la primera novia, los primeros besos, las primeras cartas temblorosas, las primeras esperas, el primer llanto, y el final de una virginidad desesperante.
Después la vida rodó, los años se encresparon y los chilenos y chilenas se perdieron. Unos regresaron a casa, otros marcharon a Europa y Norteamérica, y lo único que quedó de todo aquello fueron los recuerdos de un cataclismo, propicio a las especulaciones y disertaciones de los historiadores, y la memoria sensible de los entonces cachorros de Liceo León de Greiff.   

P.D: No faltará, es cierto, quién me tilde de irrespetuoso y hereje, por escribir “otra cosa” sobre el Septiembre Chileno, y por recrear con otros ímpetus un fatigado, deformado y ya casi mitológico hecho histórico. Por recordarlo todo desde el fortín del placer, en vez de propiciar una coda quejumbrosa y sumar otra voz al coro que hace 37 años está cantando el mismo réquiem. Pero hay que recordar que en este mundo todo tiene múltiples lecturas y que tal vez el desdén del horror y el recuerdo del placer sean la mayor, la más dulce, la más minuciosa de todas las venganzas.